Lázaro otro
Y salió el muerto, atado de pies y manos
con vendas y envuelta la cara en un sudario.
Jn, 11, 44
He perdido la voz. Me he perdido a mí mismo.
Ausente sin saberlo,
he vuelto para ver que reconozco a todos
excepto a uno: a mí,
ese que balbucea -es tan extraño-
soy yo, pero no soy
quien esperaba ser. Le odio.
¿A dónde fui sin ir? ¿Me he quedado dormido? Juraría
que oí saludos, besos, una fiesta.
¿Dónde puse mi copa? Sólo me fui un momento.
Ese fin de semana deslumbrante que todos esperamos
cada maldito día laborable
y yo me lo he perdido. ¿O me he perdido en él?
Hubo una madrugada. Se podía morir por un secreto,
jadeando de pura felicidad, hablando horas y horas.
¿He de escribir yo sólo todas estas palabras? Las tareas
se me han acumulado, minuciosas y absurdas,
y ahora soy un secreto gritado al mundo.
Esta es mi casa y estos son mis poemas.
Toca con los nudillos en mi pecho, toc toc, estoy vacío
y ya no sé.
Como uno más habré de confundirme entre la gente
que ya no es joven y gasta dinero.
Sólo me moriré de calendario, ¿qué más da?
Pensándolo despacio, cierto es que me parezco al que ya soy
y su cháchara tonta es mejor que el silencio.
Y él nunca morirá de buen amor
ni maldita la falta que le hace.