Abrigo azul
Hace un frío de muerte, un frío triste
incluso para enero y para estar tan solo.
Y yo soy poco menos que una persona hundida
en las solapas de mi americana,
un ser raro del frío que gasta americana, un sospechoso,
alguien que bien podría enseñar una placa o un cuchillo.
Y ahora me acuerdo de mi abrigo azul
de pelo de camello,
el mejor que he tenido. Tú me lo regalaste.
Recuerdo que llegaste con él a la oficina y allí mismo
me lo probé. Mis compañeros
se reían y a mí me daba igual.
Era un señor abrigo, lo escogiste
a ojo de buen cubero: me caía perfecto.
Se podía plantar cara al invierno con un abrigo así.
Pero ahora no lo llevo y mira que hace frío en estas calles
de todos los demonios. El abrigo
estará a 1.000 kilómetros, cálido para nadie, piel gastada.
Tú y yo estamos también a 1.000 kilómetros
o a 100.000 años luz, igual que dos cometas, y si nos encontráramos
sólo cabría un choque: un cataclismo.
Mi querida enemiga: finalmente
ocurrió lo que entonces, cuando venías con tu bolsa y en la bolsa el abrigo
y yo me lo probaba en la oficina
como se viste un príncipe en el día de su coronación,
ha ocurrido lo que era en aquel tiempo la peor de nuestras pesadillas: no estar juntos.
Y me pregunto cuándo, en qué momento, a lo largo de eones que han pasado, desde que el mundo era
una gran primavera reluciente,
empezaron las cosas a ir tan mal,
tan rematadamente mal,
y a hacer tanto, tanto frío.
Y supongo que tú
también tendrás noches a la intemperie
-como esta misma- en las que haces recuento de errores y fracasos, y no sé
qué clase de calor será el que eches de menos.
Seguro que yo hice algo por ti,
pero no lo recuerdo, algo inocente o práctico, o generoso o noble,
que compensa todos esos errores
y a ti te reconforta en las peores noches
y a mí me salva.
Mi abrigo azul de pelo de camello.
En mi vida he tenido
un abrigo tan puñeteramente bueno como aquel.