Un blues para una de mis madres muertas
Abuela, yo fui tu primera cuidadora. Tenías la enfermedad como una crisálida, una pariposa de inquina. Ya hacías cosas raras, pero siempre cerraba los párpados y pensaba "mi abuela se confunde, debe ser algo relacionado con el sufrimiento". Y te acompañaba a comprar porque un bote de tomate frito con un 20% de descuento pensabas que valía 20 pesetas. Estaba hecho para eso, para confundir. Y tú, con tus ojos transparentes y tus niñas levemente coloreadas eras el blanco perfecto.
Nunca tuve la Bondad tan cerca.
Te cuidaba como una nieta que vigila y quiere. A veces me quedaba atónita con tus inconexiones. Y no sabía dónde preguntar o cómo responder.
Y luego fuiste a peor y teníamos que echar los pestillos que tú, dócilmente, permitías. Tu cuerpo fino y tu piel transparente eran un regalo que no podía someterse a las inclemencias de la enfermedad. Yo prefería que te quedaras en casa, o acompañarte mientras el pueblo hablaba en voz baja. Yo sí lo oía. Suerte que en tu limbo de inexactitudes los otros no tenían sitio alguno.
A mamá le contaba alguno de tus dislates, pero siempre hice uso del humor. Todos erramos.
Y lo que más me duele, lo que no puedo comprender es que una mujer tan buena como tú pudiese vivir una vida como tus neuronas te obligaron. No, no es justo. No, tú eras una superviviente, ¿y para qué? Como mamá. Como yo.
De tu enfermedad apenas se sabía nada. Las hipótesis no limpiaban el felpudo de la vecina. El nombre de un médico que dio con las raíces de la enfermedad no sabe cuántas puertas hay que cerrar ni cuánta paciencia debe tener una familia ante extraños artificios que dinamitan una vida regular. Y tú, tan indolente, tan ajena, tan de ti... desgraciando la vida sensata de una familia.
Ahora, muerta mi madre, muerta tú, ¿qué raiz me puede sostener en vertical? Estoy tocada por ese insecto de la memoria. Y por el sufrimiento.
Y ofrezco poemas en vez de cuidados, de los abrazos que nunca te di en tu última etapa. ¿Quién permitió que te cortaran el pelo? ¿Quién que éste se volviera blanco? ¿Quién permitió que se te cayera? Y los dientes y la verticalidad y el no despertar al bebé en posición fetal aquel día en que tu cuerpo-mente decidió que ya era hora de morir.
Y ahora no estais ni tú ni tu hija, mi madre, y me siento demasiado huérfana.
Todos nos sentimos culpables. Todos miramos para otro lado, por necesidad. Y ahora expiamos nuestro sentido de culpa. Aquella voz, aquel portazo. Aquella dirección a la que nunca fui: donde moriste tal y como habías nacido. Un bebé listo para morir. Si el limbo existe, allí tengo una casa, para cuidarte, para demostrarte todo mi amor hacia ti, para sentirme un poco más limpia. Pero creo que el limbo no me quiere: sólo quiere a los nobles.
(Éste fue mi particular homenaje a mi abuela el viernes pasado, en una gala sobre el alzheimer, en Isla Cristina (qué orgullo, actuar en el mismo escenario que Arcángel). Ya lloré lo suficiente y siempre será poco. Mi abuela era la Bondad pura).
sencilamente emocionante, Eva, un abrazo.