Imitación de la vida
Hoy en Huelva, mientras pasaba ante los escaparates, se me echaban encima los cuerpos anoréxicos de los maniquíes, magros como piezas oxidadas de un esqueleto inane. Sí, un cuerpo muerto: eso muestran las tiendas tras el cristal. Mujeres con caderas de niñas, con ojos hundidos, sin corazón, con mirada perdida de robot o de clon o de replicante. Mujeres que imitan a las mujeres pero a las que nunca les cabría dentro un minibebé. Plástico corrosivo. Me escandalizan esos huesos. Será que vivo en la playa, sin esos decorados de cartón piedra ni esos cuerpos escuetos, secos, lastimeramente erguidos.
Yo decidí tener mis propios vestidos. Sin visitar los templos de los huesos. Pero la ropa a mano cuesta cara. Y a veces he tenido que acudir a las catedrales de la moda; bueno, más bien capillitas, dado mi presupuesto. Y resulta que de ahí sale mi propio estilo, adecuado a mi cuerpo real, también escueto pero no enfermo. Pero sí, en parte me parezco a ellas, a las de plástico. Pero el plástico está en el interior de la cabeza. Bien, ya he sufrido suficiente por todas esas cosas (ya me entendéis) y lo único que lamento es que tantas chicas sigan sufriendo.
Todos tenemos derecho a la redención y yo reivindico ese derecho mío. Una tiene que vivir con su talla 34, la que buscan las adolescentes, como otras viven con tallas grandes. Ojalá yo pudiera y supiera explicarles a las chicas jóvenes el trasfondo de todo esto, el engaño y el espejismo. Procuro hacer pedagogía, sin saber, con la mejor intención del mundo. Pero reconozco que ese atisbo de los escaparates, esa legión de muñecas que imitan a la vida, me ha descolocado, me ha dejado inerme contra los fantasmas. Qué raro, algo tan cotidiano, tan de toda la vida. Una tienda, unos cuerpos fingiendo vida, como las casas falsas de Ikea con sus notas pegadas al frigorífico, fingiendo una familia.
A veces pienso que mi cuerpo de niña es una regresión. Y entonces me asusto. Y después palpo mi pellejo y pienso que el cuerpo es de otra. Que nunca existí. Que ya no soy esa otra mujer, que ya murió de inanición, que la otra sabe vivir como todo el mundo. Yo.
(Columna publicada en "El Periódico de Huelva")
Yo decidí tener mis propios vestidos. Sin visitar los templos de los huesos. Pero la ropa a mano cuesta cara. Y a veces he tenido que acudir a las catedrales de la moda; bueno, más bien capillitas, dado mi presupuesto. Y resulta que de ahí sale mi propio estilo, adecuado a mi cuerpo real, también escueto pero no enfermo. Pero sí, en parte me parezco a ellas, a las de plástico. Pero el plástico está en el interior de la cabeza. Bien, ya he sufrido suficiente por todas esas cosas (ya me entendéis) y lo único que lamento es que tantas chicas sigan sufriendo.
Todos tenemos derecho a la redención y yo reivindico ese derecho mío. Una tiene que vivir con su talla 34, la que buscan las adolescentes, como otras viven con tallas grandes. Ojalá yo pudiera y supiera explicarles a las chicas jóvenes el trasfondo de todo esto, el engaño y el espejismo. Procuro hacer pedagogía, sin saber, con la mejor intención del mundo. Pero reconozco que ese atisbo de los escaparates, esa legión de muñecas que imitan a la vida, me ha descolocado, me ha dejado inerme contra los fantasmas. Qué raro, algo tan cotidiano, tan de toda la vida. Una tienda, unos cuerpos fingiendo vida, como las casas falsas de Ikea con sus notas pegadas al frigorífico, fingiendo una familia.
A veces pienso que mi cuerpo de niña es una regresión. Y entonces me asusto. Y después palpo mi pellejo y pienso que el cuerpo es de otra. Que nunca existí. Que ya no soy esa otra mujer, que ya murió de inanición, que la otra sabe vivir como todo el mundo. Yo.
(Columna publicada en "El Periódico de Huelva")