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Jacaranda X (2014)


LA RELACIÓN
Si retrocedemos aproximadamente unos seis meses en el discurrir de esta historia, que, como dijimos, se va inventando al paso, deberíamos abordar ahora, entiende el narrador, de qué sucesos hablan Prudencio y Anastasio, que no saben que están siendo oídos por la alcahueta de "su sobrina", y que además, como el lector avispado habrá intuido, no es su sobrina, sino la compañera, por otro lado necesaria -no seamos más papistas que los meapilas conservadores- que convive de forma habitual con una buena parte del clero para desfogar las ansias amatorias y de paso, para tener arreglado de forma más o menos decente sus aposentos.
Gertrudis es aún una mujer joven, entendiendo por tal, que está en esa edad en la que, teniendo aún deseos de gozar de los placeres que el sexo proporciona, y dándose la circunstancia de ser mucho más joven que su marido y no pudiendo sofocar de manera plena los acaloramientos que tales circunstancias provocan, pasaba algunas mañanas... algunas tardes y algunas noches, deseando que un hombre viniera a ocupar la profunda oquedad que la inapetencia de su esposo había dejado arrumbada en su cuerpo, como única forma de volver a la vida que, poco a poco, se marchaba del espejo en que diariamente se miraba.
Y resultó que Gertrudis, como es natural en tales enjundias, vino a dar con una solución, desde luego nada novedosa ni siquiera literariamente, pero que nos servirá por ahora para seguir escribiendo, que es lo que el narrador, y perdone el lector, trae entre manos, para que siga habiendo lector y desde luego narración.
Gertrudis, un día que se bañaba en la caldera grande de zinc, que hizo comprar a su marido antes de las nupcias, y, mientras se frotaba con un paño enjabonado recreándose allí en donde más satisfacción recibía, pegó un brinco de golpe, y dijo: ¡Claro, Gertrudis, esa es la solución...! ¡Pareces tonta! ¡No hay otra!
Y como si hubiera visto abiertas las puertas de la cárcel en que se encontraba presa, se arregló lo que pudo y quiso, y salió a realizar su aguardo; o sea, comenzó a asediar a su presa hasta que, como es lógico, porque todo lo que se busca con ahínco y fruición, digan lo que digan los que deben o no decirlo, se encuentra, Gertrudis halló el momento propicio para desencadenar lo que vendrá y que forma parte necesaria de la acción que se le pide a este relato.
Ocurrió que, al quinto día de tales pesquisas, vio salir para la huerta, solo, por fin de una vez solo, porque siempre iba acompañado de su padrastro, al mulato de la Josefa, el hijo mudo que tuvo con el Jacaranda.
Prudencio, que así sabemos que se llama, era el complemento ideal para los apaños que deseaba, porque, aunque quisiera, no podría decir nada del asunto al ser mudo.
¡No hablaba, no podía hacerlo!
Prudencio marchaba solo ese día, porque, su tutor, llamémosle así, es más fino, había empinado la badana algo más de lo debido el día anterior y, como cada vez que eso ocurría, se presentaría más tarde al trabajo alegando sinrazones y dolores de cabeza.
Allí, con prontitud y destreza, bajo el alpende en donde padrastro e hijastro se refugiaban en las horas de mucho calor o tormentas, Gertrudis, desahogó por fin las ganas de macho que la traían sin poder dormir y que, como se explicó, arreciaban hacía algún tiempo con llevarse su vida, la vida, de un sofocón mal tratado, o, mejor dicho, nada nada tratado.
Paco Huelva
Septiembre de 2014