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Jacaranda VIII (2014)

cura
LA ESTRATEGIA
Debían ser como las tres de la tarde cuando el representante de dios en Balsina -que el lector no debería calificar aún como apóstata por lo escrito hasta ahora, dado que, el arrepentimiento, como se sabe, puede aparecer en cualquier lugar y fecha, por lo general proveniente de arduos debates internos que, como todo el mundo sabe, podrían traer la contrición súbita y ser perdonado para la eternidad, y aquí paz y después gloria, y si te vi no me acuerdo- enderezó los pies hacia la casa de uno de los hijos del negro Jacaranda, concretamente a la del mudo, del que ya tenemos fehaciente noticia en el inicio de este relato, excepto el nombre, que aún no se ha aportado, y que será el de Prudencio para no andar buscando.
Al llegar al portal de la casa le recibió un perro que, siendo conocido en el pueblo por sus habituales mordiscos a viandantes solitarios y por su inmoderada agresividad, al verle, primero izó el rabo y levantó la pelambre del morro dispuesto a hacer lo de siempre, para, paradójicamente, al ver la raída sotana y la cara desencajada de Anastasio, en donde lucían dos ojos extraños, que alguien hubiera dicho que eran de color rojo intenso, hacer cabriolas con la cola, agachar la cabeza con sumisión y, con un suspiro de impotencia nacido como del subsuelo, enroscarse sobre los guijarros como una serpiente en reposo, de donde el cura, dedujo, sin duda alguna, que estaba poseído por Cerbero, el guardián del infierno, y que, efectivamente, tal como le había sido revelado en el reclinatorio de la iglesia, él estaba siendo guiado por el demonio, al que había vendido su alma, con tal de que el desgraciado del alcalde, maldita sea su casta, no se saliera con la suya. Pero, arrieritos somos y en el camino nos encontraremos gañán, se dijo, aunque tenga que revelar lo que tu mujer me contó hace poco bajo secreto de confesión, ya me da igual.
-¡Josefa! -gritó, mientras levantaba la cortina de la puerta que velaba la vivienda, impidiendo que entrara el sol.
-¿Quién anda ahí? -se escuchó decir a la reseñada desde el interior de la casa, un poco extrañada porque, Sultán, que era el nombre del ahora denominado como Cerbero, solo por los intereses de esta historia, no hubiese impedido el paso de algún forastero.
-¡Soy don Anastasio, el cura! -respondió éste entrando en el salón, que había sido baldeado y después barrido, y que desprendía un olor a tierra mojada que la oscuridad hacía aún más placentera.
-¡Usted dirá en qué puedo servirle, padre! -dijo, secándose las manos en un remendado delantal a cuadritos blanquinegros, mientras que, con una fingida inclinación, hizo como que le besaba la mano al cura quien, como si estuviera sentado en su propia casa, había escogido la silla que más decente le pareció para aposentar el cuerpo.
-¿Dónde está tu hijo Prudencio? -preguntó.
-Pues estará en la huerta con el padre, como siempre, aunque ya no debe de tardar. -masculló.
-Con que en la huerta con el padre ¿no? -dijo, mirándola de arriba abajo, hasta que Josefa se ruborizó por no haber dicho con su padrastro. Bueno, mira -continuó-, cuando venga, le dices que quiero hablar con él urgentemente, que se vaya directamente a mi casa ¿has entendido?
-Pero ¿pasa algo malo, ha hecho algo?
-Nada que tú no hayas hecho antes, desgraciada. -respondió, saliendo a la calle y dejando a Josefa en una turbada indignación, no sin antes acariciar al perro, que sintió la mano del cura como si algo candente estuviera en contacto con su cuello, pero que, paralizado por el miedo como estaba, ni se inmutó ni se planteó hacerlo.
Paco Huelva
Septiembre de 2014