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Jacaranda VII (2014)


LA VENGANZA DE ANASTASIO
Si alguien piensa que un miembro de la iglesia, de cualquier confesión, va a rendirse sin presentar batalla sea el pleito que fuere, se equivoca de parte a parte.
Después de la derrota sufrida por el cura en el control de la prole que le estaba encomendada, como ya quedó escrito, éste, en un acto de humildad impropio de su persona, que vino a recordarle la calamitosa época como seminarista que pasó en Ávila, y justo después de bajar del campanario y de soltar la pública soflama que ahora le avinagraba la sangre, se arrodilló ante el Cristo de la Buenamuerte y exclamó como una expiración: ¡Ayuda a este sumiso siervo, Señor!
Habría que añadir, que el comportamiento irregular de Anastasio se debía, queriendo razonar -habilidad que poco o nada posee el narrador de esta historia, debo insistir-, a la necesidad de meditar con tranquilidad sobre lo acaecido en las últimas horas, más que a cumplir con ambiguos preceptos rituales que a ningún lado llevan.
Pero sea como fuere, el caso es que cuando llevaba arrodillado unos diez minutos, con las manos abiertas tal que el Cristo en la cruz que tenía enfrente, y al que miraba, ahora sí, arrebolado, con una suerte de éxtasis nunca vista en esa parroquia desde que la construyeran sobre los cimientos de una antigua mezquita, y, no se sabe cómo ni por qué, si por cansancio físico o intermediación divina, pero... el caso es que, al cura desahuciado por las huestes populares e incultas, le llegó como una luz inesperada que tuvo dos consecuencias inmediatas: dibujar una sonrisa en sus amoratados y sangrantes labios, y, en segundo término, entrarle como una repentera, como una necesidad de salir huyendo de sí mismo, de desdoblarse, cosa que hizo en dirección a la sacristía mientras daba trompicones y se enredaba la sotana en la marabunta de enseres regados por el suelo que le impedían el paso y que se saltó casi a piola.
Cuando llegó a la misma, sacó las cerillas y encendió los cirios grandes, los que se ponen a un lado y a otro del muerto en los entierros, tomó un escabel, se elevó sobre él, abrió una puerta encimera en donde se encontraban los libros de asientos antiguos, y, justo donde imaginó, encontró lo que buscaba.
Tomó un viejo libro de tapas de cuero y bajó del taburete, se acercó los velones, se sentó, y leyó en la portada renegrida su título: "La vida de los Santos".
Después de pasar el índice por varias páginas halló lo que buscaba, y, como si hubiera encontrado por fin la cuadratura del círculo, soltó un suspiro de satisfacción y musitó lo siguiente:
San Benito de Palermo, página 383.
Buscó la hoja, y en ella podía leerse lo siguiente:
A este San Benito se le llama de Palermo, por la ciudad en que murió, o de San Fratello o San Filadelfo por el lugar en que nació, o también el Moro o el Negro por el color de su piel y su ascendencia africana. De joven abrazó la vida eremítica, pero más tarde pasó a la Orden franciscana. No tenía estudios, pero sus dotes naturales y espirituales de consejo y prudencia atraían a multitud de gente. Aunque hermano lego, fue, no sólo cocinero, sino también guardián de su convento y maestro de novicios.
Arrancó las tres hojas que contenían la biografía del mismo con sumo cuidado, porque el papel no estaba para muchos tirones, y se deshizo del ultrajado libro que arrumbó en el suelo como camiseta maloliente. Con una maléfica sonrisa, que parecía ir alumbrando el oscuro pasillo central de la iglesia, cruzó a paso rápido la nave central de la misma, sin tropezarse ya con chisme alguno de los desparramados, y como si el demonio fuera ya dueño de aquellas viejas paredes en donde dios siempre había reinado, puso en marcha el plan que se escribirá.
Paco Huelva
Septiembre de 2014