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Jacaranda IX (2014)


La estrategia (Cont.)
Prudencio llegó a casa solo. Su padrastro, como todos los días del año, se quedó en el colmado de Rufino para chatear vinos con los amigos. Cuando Josefa, con gesto compungido y requiriendo una respuesta con los ojos, con las manos, con todo el cuerpo... en un imploro de dolorosa le informó a su hijo de la visita del cura, a éste le cambió la cara hasta el punto de palidecer, cosa extraña en personas con una pigmentación inadecuada para tal efecto como era la suya, pero bueno.
Prudencio soltó la cesta de los avíos y sin decir palabra, como sabemos era mudo, salió acompañado de Sultán, sólo por tenerlo cerca por si acaso. No le gustaba nada esta repentina y urgente llamada del cura e intuía de qué cosa querría hablar, cuestión que le puso de los nervios dado que no sabía cómo resolverla ni qué consecuencias nefastas iban a traer en su futuro inmediato.
Mientras caminaba por las desiertas calles en dirección a la casa en que residía don Anastasio, junto con su sobrina, trajinaba sobre la mejor forma de encauzar el lío en que se había metido, y todo por haber sucumbido a los requerimientos que se le hicieron, al principio con temor y vergí¼enza, pero, luego, con un placer desbordado que no podía controlar.
Al llegar a la casa llamó al portón y, desde el interior, la voz del cura contestó "¡pasa!". En ese momento Sultán salió corriendo calle arriba como si fuera detrás de una liebre y antes de que se diera cuenta, había doblado el recodo de la esquina, a pesar de las demandas de regreso que le realizó a grito pelado para que volviera.
Cuando entró, preocupado también por la insólita actuación del perro al que ya ajustaría las cuentas cuando pudiera, se encontró al cura comiendo, quien le indicó con la mano que se sentara en una silla del salón y continuó masticando con total tranquilidad como si estuviera más solo que la una en el mismo. Cuando finalizó, sorbió de un trago un último vaso de vino, y dijo:
-Bueno... pues tenemos aquí a la mosquita muerta del Prudencio, que es un buen chico, que no habla porque es mudo, y que se lleva con todo el mundo bien... ¿no, Prudencio?
Prudencio se revolvió en la silla como si le hubiera picado una tarántula y agachó los ojos mirándose las alpargatas, como si aparte de ser mudo fuera también sordo como una tapia. Cosa que no sería creíble para cualquier observador y el cura lo era dado su oficio, y, además, muy sagaz. Una aureola de rubor, de sangre acumulada, de callejón sin salida, de culpabilidad manifiesta... se había instalado en su cara, en sus temblorosas manos y en el resto del cuerpo, haciéndole tiritar como un flan de nata cuando se pone en una mesa.
-Entonces, Prudencio ¿vamos a seguir fingiendo? ¿Vas a seguir con el cuento algo más de tiempo ante mí? ¡Pues te equivocas! ¡Se acabó lo que se daba! Mira, te diré una cosa. Sé que no eres mudo. Que hablas hasta por los codos cuando te acuestas con las mujeres, y eso no está bien, no está bien... Engañar a tus padres, a tus amigos, a un pueblo entero... todo el mundo pensando que el pobre mulato de Prudencio, que habló misteriosamente al nacer, blasfemando en la forma en que lo hizo, y después ya no dijo ni mú... ni un buenos días, ni un hola ni nada. Pobrecito, qué misterio ¿verdad?
Prudencio seguía achicándose en la silla y traspasando con la mirada la tela de las alpargatas, sus dedos negros y sucios, las suelas de cáñamo de las mismas, la tierra que pisaba... ¡vamos!, que se le cayó el mundo al suelo y allí andaba mirándolo por ver si encontraba una salida al callejón en que se encontraba instalado.
El cura se levantó, se acercó a Prudencio y, con la cara desencajada, le arreó un guantazo que vino a dar con el mulato en el suelo, que se le quedó mirando con dos lunas llenas por ojos, en donde el miedo empezó a nadar en anticipadas balsas de lágrimas, sin encontrar agarradero alguno al que asirse.
-¡Pero tú te crees que yo soy tonto o qué! -gritó el cura, que se agrandó a los ojos de Prudencio como la sombra de un árbol al atardecer, mientras le arreaba en los costados varias patadas con la dura puntera de las botas de cuero.
-¿Pero tú no sabes que a mí no se me puede engañar, mulato de mierda? -continuó, mientras seguía con el castigo hasta que le empezaron a doler los pies y, en un último arrebato, le soltó un trallazo a puño cerrado que le silbó a Prudencio cerca de la oreja derecha, aunque afortunadamente no le dio, mientras decía: ¡cabrón, más que cabrón!
Prudencio se quedó en el suelo, encogido como un animalillo sin defensa... mientras el cura resoplaba en una silla en la que se había sentado para recobrar el aliento y la calma, si es que ésta última podía volver de nuevo a un espíritu que, cada vez, se alejaba más del sendero marcado por dios a los hombres que son pastores de almas, y cuya recta conducta ha de ser intachable, al menos aparentemente.
-¡Levántate y siéntate en la silla, anda! -dijo al rato.
Prudencio, sin mirarle a la cara, con los ojos resbalados en ríos como se dijo, empezó a reptar no sin resuellos hasta quedar sentado, con la cabeza gacha apoyada en las cuencas de las manos y los codos hincados como trémulos e inclinados postes a las rodillas.
-Vamos a empezar de nuevo. -dijo el cura-. ¿Qué es lo que hay entre Gertrudis y tú? ¡Contesta!
-Nada. -dijo el hasta ahora mudo.
-¡Anda, pero si sabe hablar! ¿Cómo que nada?, ¿es que vas a negar que lleváis tiempo fornicando juntos como perros salidos?, ¿lo vas a negar ante mí, que lo sé todo, Prudencio?
-No, no lo niego, padre, pero yo no he tenido la culpa de lo que ha pasado.
Paco Huelva
Septiembre de 2014