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Jacaranda III (2014)


EL CONFLICTO
Ocurrió que una mañana Adrián el Cepa, al que se le contaban los ochenta años de existencia en los rayados surcos de la cara, nada más clarear y poco después de haberse despedido de su hija, regresó al pueblo tal que endemoniado, como si hubiera visto apostado en un remonte del camino al mismísimo Jacaranda con sus atributos al aire, esos que habían crecido hasta tener volumen parejo al de los caballos en celo en la fantasía siempre alimentada por el mal de Otelo... ese que sin saberlo padecían los dieciocho padrastros de los negros.
Regresó, decía, gritando, a cuanto el resuello le permitía sus maltrechas ocho décadas de porte, apuntando, que una colonia de gitanos se había instalado en "la choza de Jacaranda" y que, por si acaso, las mujeres debían encerrarse en casa y no asomarse ni por las ventanas no fueran a quedarse preñadas de nuevo, y, este golpe, vinieran a parir hijos de largas patillas, cara aceitunada y navaja en el costado, como los bandoleros que decían andaban huidos de la ley y asentados en las cuevas de la Dromedaria, esas oquedades en la tierra de las que se sabía por qué lugares podías entrar pero no por dónde ibas a salir, si es que salías.
Eso vino a decir el Cepa, según cuentan, mientras arreaba a la burra con severos riendazos en el cuello, arengándola con las polainas en los costados.
Los cobujones del serón se elevaban y caían cuan alas de monstruo portentoso nunca visto por cristiano viejo, como si de un momento a otro la asna con el Cepa de piloto, fuera a despegar por encima de las casas y posarse en la torre de la iglesia o en alguna otra altura meritoria de semejante bicho... cosa que hubiera sido digna de ver, porque, el empedrado de Balsina, nunca estuvo para muchos trotes ni siquiera en determinadas urgencias.
Ante tal aparición, el cura, que siempre tuvo la oreja fina para cuanta cosa rara ocurriera en su feudo, escuchó al Cepa pasar por la puerta de su casa, montado en tan veloz cernícalo y provocando tan grande estruendo, que, por lo irregular del asunto, primero achacó a un sueño lo percibido para, posteriormente, ante la insistencia del Cepa por hacerse presente en la pesadilla, abrir los ojos, aguzar el tímpano y, como una exhalación, tirarse literalmente de la cama al suelo para enfundarse la raída sotana y ponerse el casi negro alzacuellos en un visto y no visto, con objeto de enfrentarse en nombre de Dios, a cualquier infernal suceso que le fuera enviado, de seguro, con la intención de probar de nuevo su fe y la de la santa madre iglesia, a la que él mismo representaba en una parroquia siempre dada a los desvaríos y poco temerosa del que todo lo puede o debería poder.
Minutos después, las campanas de la iglesia comenzaron a tocar a rebato como si los franceses estuvieran cercando el pueblo y hubiera que arrodillarse ante los gabachos, y aceptar de nuevo urbi et orbe las libertinas ideas de esos que se llamaban a sí mismo ilustrados, que no eran otra cosa, como ya demostró la Historia, que una panda de ateos acompañada por correveidiles e ilusos descamisados.
Para cuando llegó el alcalde, que ya venía soplado a pesar de tan temprana hora, la puerta de la iglesia parroquial, lindera con el cuartucho que hacía de ayuntamiento, estaba atestada de gente, como si fueran a sacar al santo sin orfebres angarillas, música triunfal ni vana cohetería, que a ningún lado llevan excepto a montar absurdas e irreverentes bataholas, a decir de algunos.
El edil se abrió paso a codazos escudado en su alto rango, presagiando en su fuero interno que, por fin, de una maldita vez, tendría la oportunidad de salvar a sus vecinos de algún extraño espanto, y podría entrar en la historia del pueblo con una estatua izada sobre insigne peana, en el centro de la plaza, o, al menos, con el nombre y apellidos acuñados en bronce en una calle principal, que ya veía rotulada en mármol, a ser posible blanco.
Cuando llegó a la frentura del cura, que ya se preparaba misal en mano para despotricar unos latinazos, le dijo:
-¿Qué cojones pasa, Anastasio?
-¿Que qué pasa? ¡Que ya llegó otra vez la cangrena, Servando! ¡A este pueblo nunca llegan enjambres de abejas colmeneras pero sí nubes de langostas Servando! ¡Eso pasa! ¿Te parece poco?
Servando, arropado aún en los vapores del aguardiente como venía, no entendió muy bien la misiva pero lo achacó al extraño lenguaje del Anastasio, que, como todos los de su especie, para decir algo tienen que darle veinte vueltas a las cosas en vez de ir al puñetero grano.
Paco Huelva
Septiembre de 2014