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Jacaranda II (2014)


LOS MULATOS
Dicen que cuando nací lo hice hablando. Que cuando la partera me dio el guantazo, en vez de berrear como es lo propio, me cagué en los muertos de todos aquellos que habían matado a mi padre una semana antes. Esto, aunque me lo repitan una y mil veces, nunca lo daré por cierto, entre otras cosas porque después de aquello, si es que ocurrió realmente, entré en un mutismo que aún hoy conservo. Vamos, que soy mudo.
Tengo diecisiete hermanos de padre, cada cual de una madre diferente; aunque, para reconocernos, no hay que hacer estudio ni diagnóstico alguno: somos todos mulatos: "los mulatos de Jacaranda", nos llaman.
Lo más curioso de este caso nuestro quizás sea que todos tenemos la misma edad, meses arriba meses abajo. Al parecer, mi padre, al que llamaban Jacaranda, sin apellidos ni nada, tal como reza en la lápida que está en un rincón del cementerio, alejada de las demás, en donde le enterraron sin misa ni campanadas ni nada, como si los muertos se diferenciaran, verdad, se dejó enamorar por cuanta mujer fue solicitado y de ahí viene ahora esta trastada. Dieciocho mulatos, porque todos hemos nacidos machos, tampoco me explico el por qué, en una aldea perdida de la sierra de Alcaucer, en donde cohabitamos con algo más de trescientos blancos.
A los hijos de Jacaranda nos llaman los moros, porque, cuando empezamos a llegar, el cura del pueblo, que todavía es el mismo, se negó a bautizarnos por haber nacido de una relación ilícita. Así que, somos como una peste, como una desgracia que le cayó a este pueblo el día que nuestro padre apareció por estos lares y vino a instalarse, hace quince años, en un viejo pajar de las afueras.
Para colmo, desde que empezamos a criarnos, las rivalidades propias entre los pueblos ha asentado un sambenito en la memoria colectiva, y ha cambiado el nombre del pueblo que ya no se llama Balsina sino "el pueblo de los negros". La aldea es ahora una tarta de nata rematada con dieciocho malditas y mal miradas cerezas azabaches.
Los negros no nos hablamos, solo nos miramos queriendo reconocer a nuestro padre en el otro, pero ni palabra cruzamos, jamás. Siempre fue así, como si hubiera una razón poderosa que nosotros, por nuestras cortas luces, nunca podremos llegar a entender.
Pero esto, como se verá, vino a cambiarlo el conflicto. La guerra lo cambia todo, menos el color de la piel, que sigue siendo el mismo aunque en tales circunstancias pareciera que fuera otro.
Paco Huelva
Septiembre de 2014