El tío del saco
Resulta difícil respirar el ambiente de desilusión, de apatía y también de indignación, que circula como un extraño vahído por el interior de la ciudadanía. Cuando era un infante, mis progenitores me asustaban y mucho, con dos frases lapidarias que se me quedaron grabadas a hierro en la memoria. Cuando querían amedrentarme decían: pórtate bien o vendrá "el tío del saco" a llevarte; o bien, esta otra variedad aún más tétrica: si no haces las cosas bien vendrá "el cochecito rojo" y te chupará la sangre. Ese pánico a las cosas indefinidas, sin rostros ni nombres, adquirido por aculturación, forma parte de lo que soy y, diría más, de lo que somos todos. El miedo visceral, que no el razonado, está asociado a lo que no podemos imaginar. Bueno... miren por dónde, el tío del saco y el cochecito rojo han aparecido de nuevo en mi vida -si es que alguna vez se fueron-. En mi infancia, o me chupaban la sangre o me metían en el saco para llevarme. Ahora, lo que meten en el saco es mi dinero (y el de todos), además del sudor y la sangre, y se lo llevan. A qué lugar, no se sabe. Estos sinvergí¼enzas que hacen tales cosas, como hemos dicho, no poseen nombre ni cara, pero nos exprimen: se llevan la pasta sin que podamos saber cómo lo hacen. La única referencia que disponemos de quiénes nos roban es que le llaman "Mercado". Parece ser que este nuevo -siempre viejo- tío del saco, fue concebido para llevarse las plusvalías, es decir, el diferencial del coste existente entre el producto en origen y su valor final. Mirado así, no parece del todo malo el Mercado, pero, desde que nació como un trueque, es decir, yo te doy esto y tú me das aquello, el negocio ha cambiado mucho. Este constructo ha perdido la vergí¼enza y, ahora, quiere quedarse con todo: incluso con nuestras vidas. No hay reparo ético, social o político en sus transacciones, sólo economía pura y dura: ganar el máximo de dinero posible, en el menor tiempo, arriesgando poco o nada, y salir corriendo a esconder la pasta en donde nadie pueda encontrarla.
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