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El traslado

"La realidad suele tener un rincón de fantasía y sólo hay que limitarse a contar lo fantástico de lo que uno observa."
Mario Benedetti

Desde que tu madre llegó con la cantinela estaba intranquilo. Nuevamente -ya no lo esperaba ¡la verdad!- volvías a mí. El aviso anunciándote me hizo perder la serenidad, sabía que ya no encontraría en un tiempo el sosiego. Después de tantos años sólo consigo recordarte como una tromba de dolor y miedo. ¡Miedo sí! Para ti será incompresible -siempre fuimos muy diferentes, lo sabes- pero los hechos son éstos y no otros.
Me pregunto qué tuvo de especial nuestra relación para que siga causándome este pavor, esta congoja infinita que atenaza mi comportamiento cada vez que pienso en ti. No sé. Aún hoy sigo sin dar respuesta a esa pregunta. Bien sé que es peor pensar en una cosa terrible que encararla y verla, pero al miedo no se le ordena, es libre.
Desde que, sin aviso previo, te marchaste -produciendo el efecto del rayo que anuncia una tormenta- , sumergiste mi alma en una zozobra con la que últimamente había aprendido a convivir. Pero ahora, ahora puedo decir que era mera ilusión conformista de mi parte, que ha bastado que te anuncien para que salgas de tu recóndito agujero y te encarames nuevamente, allí donde se gobiernan mis nervios vaciando el vaso de la serenidad tan caramente conquistado y llenándolo con la morbosa inquietud que me acompaña como una sombra en los últimos días.
¿Cuánto tiempo ha pasado? Yo he perdido la cuenta ¿y tú? A pesar de ello, debo confesar que sigo añorándote. Cuando te pienso, chorreones de melancolía agridulzan mis recuerdos. Es curioso, pero no puedo imaginar aunque lo intento, cuándo fue la última vez que nos vimos. ¿Qué me dijiste? ¿Qué te contesté? ¿Fui desagradable contigo? Me pregunto por qué nuestra relación fue siempre tan superficial: llana como una pared enfoscada. ¿Fueron los celos tal vez? El amor tiene siempre una proyección imaginaria que es desconocida por la otra parte. ¿O fue la envidia? ¡Soy incapaz de precisarlo!
Reconozco, y alguna vez te lo dije -¿recuerdas?-, que tuve suerte naciendo antes que tú. Que las circunstancias económicas en casa no permitían otra posibilidad distinta a la que vivimos. Recuerdo también haberte dicho entonces una frase que oí a un amigo y de la que me apropié: "con estos mimbres no se pueden hacer otros cestos".
El detonante que explosionó nuestra relación pudo llegar cuando, estando yo en Madrid, le propusiste a papá marcharte a no sé qué academia y te contestó -¡pobre, papá!-, que no, que no era posible.
Sé que entonces -mamá, me lo dijo- lloraste de rabia, de incomprensión o de ambas cosas. Ahí nació, seguro estoy, el germen, la semilla de la discordia entre nosotros: triste entramado que no supimos/quisimos gobernar -si hubiéramos dialogado, lo habríamos conseguido- y que, con el paso del tiempo nos situó en diferentes aceras de un mismo camino: el trazado por el destino para nuestra familia. No sabíamos entonces, pobres aprendices de hombre, que salvo en algunas ocasiones en que nos obligaron la apariencia y la buena educación nunca cruzaríamos más la calle que nos separaba.
¡No pudimos encontrarnos! Tuve esperanzas, -¡es verdad!-, mientras viviste con nosotros, en nuestra casa, que al final conseguiríamos arreglarlo, que seríamos capaces -estábamos obligados- de entendernos, pero me equivoqué. ¡No fue así! Los acontecimientos -siempre imponiendo actos que no deseamos-, sesgaron de raíz esa posibilidad dejándola solo en un presentimiento. Esto, para nosotros, en aquella época, fue un problema muy grave. Hoy debo decirte que considero la vida que imagino, incluso la que escribo -que también la imagino- más real que la vida misma: ella es hoy mi único consuelo.
No soportabas que cuando regresaba a casa por vacaciones, papá trajese "todo lo mejor" -solías decir-. Pequeños detalles con que un padre agasajaba a un hijo -¿pródigo?-, y que él transportaba -recordarás- en aquella cesta de esparto de una sola asa -muy larga- que colgaba en su hombro para ir al mercado: ¡sólo eran ofrendas a un hijo que llegaba, que estaba ausente!
No entendías -lo dijiste muchas veces, incluso delante mía- cómo me permitían hacer el zángano en Madrid mientras tú trabajabas incansablemente -me consta que lo hacías muy duro- ayudando al sostenimiento de la familia. "Cosas -decías- para ese chulo, vago, que sabe vivir muy bien la vida". ¡Vivir la vida! ¿Sigues creyendo hoy que he sabido hacerlo? Me sería tan necesario, tan vital, comunicarme contigo; romper la barrera del tiempo y del espacio que ha levantado este enorme muro infranqueable por siempre entre nosotros. Ahora tanto más, quizá, que cuando nos abandonaste. Tu marcha me dejó desorientado, sin respuestas: dejado caer sobre el brocal de un infinito pozo negro donde esperaba encontrar soluciones -¡iluso de mí!- cuyas respuestas estaban en otro lugar: dentro de mí, sólo y exclusivamente dentro de mí.
Con tu marcha, nuestra casa perdió la luz, el calor. La pátina de la felicidad salió, como si huyera del diablo, por puertas y ventanas para nunca más regresar. ¡Te la llevaste consigo! El llanto se apoderó de los objetos. Aquellos que tuvieron una historia, un significado, se mostraban ahora amnésicos: sombras dantescas de lo que fueron: elementos muertos. Cada rincón, cada cuadro, cada mesa, acusaba tu ausencia magnificándola por día, ¡un verdadero tormento!
Para tu conocimiento -sé que sonreirás, allá donde quiera que estés si puedes hacerlo-, de nada me han servido los años transcurridos ¡casi treinta ya! Conservo parte de las dudas de entonces y ¡para colmo de males! las he ampliado casi hasta el infinito: sigo caminando a tientas por el mundo; venerable ciego que busca el oasis en un desierto sin límites de la amplitud del pensamiento. Tengo conocimiento de mi ignorancia ¡uno de mis grandes sufrimientos! Educándome, he procurado levantar la densa niebla que se cierne sobre mi razonamiento pero sólo he conseguido ampliar el horizonte de mis inquietudes, de mis anhelos. La vida se me presenta hoy como un cielo atiborrado de un sinfín de luces estelares cuyos colores intuyo pero, certeza tengo, que confundo constantemente. Daltónico anónimo observo en la madurez de los cincuenta -sin fe posible ya- las preguntas esenciales de los cuarenta, los treinta y de los veinte que quedarán irresolublemente sin respuestas. Nunca pude tener -es algo que te envidio- tu sentido práctico de la vida, tu filosofía. Ese tesón revestido de poderoso orgullo que te hacía resolver cualquier duda a base de constancia y trabajo. ¡Martillo pilón!, -¿recuerdas?
Sigo instalado en el escepticismo -ese suicidio lento- y la incredulidad ha crecido a mi alrededor como hongos en otoño. Creo -te lo dije alguna vez- que aparentabas continuamente; era imposible que la "fuerza" que manifestabas fuera real. ¡No podía ser a tu edad! Si sólo tenías dieciocho años y ya manejabas "una cuadrilla de gente". Qué gracia me hacías entonces: ¡tan tieso!, embutido en tus ajustados trajes a rayas; tus chaquetillas de hebillas traseras, tus corbatas de colores fuertes... Yo, -¿recuerdas?- , iba de "jiponcio" por la vida, con mis jeans, mis jerseys gruesos y, sobre todo, -signo de distinción de una época-, las bufandas largas, muy largas, interminables. Parecías un maniquí; algo artificial; un niño con ademanes resueltos. La melena rubia, ondulada -¿era natural?-, siempre muy repeinada tapando tus orejas: ¡eras orejón!, no lo niegues -como yo-. Tu media barba, siempre muy apurada, resaltando las rosas de tus mejillas. Eras una estampa, hermano; el prototipo de hombre decidido de aquellos tiempos
-¿Dónde vas?, -te pregunté un día-. "A tirar unos presupuestos que tengo pendientes", -dijiste-. ¡Unos presupuestos pendientes! Me dejaste de piedra. No podía entender aquello. Emprendedor cobarde como soy, aquello rompía mis esquemas. Que a pesar de la edad ¡sólo veinte años!, pudieras manejarte con esa soltura en el difícil y complicado mundo empresarial me llenaba de admiración por tu persona. Pero lo más alucinante, el culmen, era que pudieras sobrevivir, que te fuera bien. Una vez, entré en tu pequeño despacho y me quedé pasmado: montañas de facturas, contrataciones, cuentas, retribuciones, avisos, pagos, cartas abiertas, más cartas por abrir, archivos, llamadas, ganancias, letras, cartillas... ¡Increíble! ¡Simple y llanamente increíble!
Recuerdo que en una de mis estancias en casa -debía estar de puente o de vacaciones-, salías muy emperifollado anunciado a distancia por la colonia y pregunté, tímido, si podía acompañarte. Para sorpresa mía, me respondiste que sí, que me diera prisa. Pusiste el "supermirafiori" rumbo a Sevilla y cuando indagué por el destino dijiste: "No voy a ningún lugar concreto, bueno sí, voy a Sevilla, pero a ningún sitio fijo. Doy vueltas con el coche, me paro en las obras que están empezadas y, si está el capataz o el dueño -¡con qué soltura manejabas las tarjetas de presentación!-, sin compromiso alguno le paso presupuesto de lo que le costaría pintar el edificio. Alguno siempre cae". En aquella ocasión ¿o fue en otra?, -hicimos varios viajes de éstos; me encantaba sentirme empresario pegado a tu estela- , me contaste "que habías sacado la licencia de apertura de una droguería -inexistente, pero pagabas el impuesto: teóricamente estaba situada en la planta baja de nuestra casa, en el que fuera el bar de papá y donde, andando el tiempo, construirías tu casa- con objeto de beneficiarte económicamente al comprar las pinturas en fábrica al por mayor". ¡Qué habilidad!
Ahí, a esa droguería fantasma, luego convertida en vivienda que no llegaste a estrenar a pesar de estar terminada -la cocina amueblada, eso sí- y que posteriormente, te anuncio, ha sido una farmacia y una tienda de congelados, viniste un día a entrar ¡encogido se me pone aún el alma!, con los pies por delante. ¡De cuerpo presente! Te instalaron, como sabes, no sé quién tomó la decisión, yo no estaba para esos criterios, en tu propio dormitorio. Por amoroso tálamo traías, para desgracia de tu novia -que aún te quiere mucho- un sellado féretro negro, acaobado, que proporcionó el seguro de defunción que tu madre -siempre previsora, como todas las personas que han pasado privaciones- pagaba religiosamente todos los meses. El mío aún lo paga, espero que, después de tantos años de sellos, me entierren dignamente: no por mí -que me dará entonces igual, por ella, por su esfuerzo, por recordarse mensualmente que teníamos que morir, por acomodarnos decentemente no sólo en vida sino incluso, en los terrenos ignotos de la muerte. ¿Qué puede compararse al amor de una madre? ¡Nada! ¡Absolutamente nada!
Allí, en tu habitación, en el lugar donde te colocaron, con un inri electrónico en la cabeza y escoltado por cuatro grandes cirios, te pasaste inmóvil un montón de horas mirando el techo -que no hacía mucho habías pintado de blanco- , mientras recibías uno a uno, por última vez, el duelo lastimero y sincero de todo un pueblo; macabro acontecimiento que rodea a la muerte: la demostración de afecto, el acompañamiento.
¡Qué incongruente es la vida, hermano! Ahora que peino canas -y no pocas- , estoy convencido que eras un triunfador, un caballo ganador. Si no te vas, hubieras acumulado aquellas cosas que deseabas: casas, bienes, dinero, coches -eran tu obsesión-. ¡Yo qué sé! Pero era el momento oportuno, me lo dijiste y llevabas razón. ¡Qué me gustaría dar ahora, en estos momentos, en esta madrugada en que escribo, un paseo contigo por el pueblo! Se me desbordan las lágrimas si lo pienso. No estoy de acuerdo con Isak Dínesen cuando dice que "todas las penas pueden soportarse si se meten en una historia o se cuenta una historia acerca de ellas". ¡Nada de acuerdo! Por cierto, ¿te acuerdas del pueblo andaluz?, aquella barriada solitaria alejada del centro comercial casi dos kilómetros, ¡la pintaste tú!, bueno, yo lijé la puerta de una casa -como no lo hice bien, era de esperar, me dijiste parodiando a papá: "dále más fuerte a esa lija, cóño, que parece que tienes la sangre de horchata!"-, pues bien, esa distante barriada, es hoy una parte ininterrumpida de una línea de horrorosas edificaciones que se extienden por casi cinco kilómetros de costa. Sí, digo bien, he dicho cinco. Increíble, ¿verdad?
El sector en que te manejabas, "tan bien" -repito-, ha hecho millonarias a muchas personas; algunas de ellas, ¡te sorprenderías!, trabajaban contigo: eran peones tuyos. Si te hubieras quedado aquí, hoy tendrías una fortuna que me hubieras refregado continuamente por la cara, no por maldad, eso no cabría entre nosotros, lo hubieras hecho por ese orgullo tonto con que naciste o te educaron; por esa agresividad verbal que desplegabas continuamente hacia mí. Una espina clavada en la memoria -yo pude irme a estudiar, tú no-, que a la menor oportunidad, al menor roce, te recordaba siempre donde fuiste lacerado y por qué. No puedo tenerte rencor por ello. ¡Sería absurdo a estas alturas! La culpa -si es que la hay-, hermano del alma, no ha sido nuestra, ¡nunca lo fue! No obstante, por si acaso, quiero decirte hoy, ya es el momento, y espero que donde estés, no te rías de esa forma que sabes me molesta tanto: ¡que te he admirado siempre! Me he sentido orgulloso muchas veces de ser tu hermano. En estos largos años de ausencia, además, he idealizado tu recuerdo; mitificado, diría yo, el bagaje de nuestros enredos. Si supieras cuánto te hemos añorado. En casa, en nuestra casa, aún está tu ropa casi como la dejaste. Primorosamente cuidada; planchada y doblada por las tristes y viejas manos de tu madre. ¡Pobre mamá! Perdió el rumbo -como sabes- cuando se fue papá -sólo nueve meses antes que tú-, pero lo tuyo, lo tuyo fue muy fuerte para ella y no lo superará. Ninguno lo superaremos, pero ella en especial, -"¡mi niño de mi alma!- decía ante tu féretro, la cara bañada por el humor que sale de los lagrimales y proviene del alma"- no ha podido recuperar la entereza de antes ni la recobrará en lo que le queda de vida. Aquejada por las depresiones, desahuciada por los médicos -que no pueden curar estos dolores-, utilizada por las videntes y manejada de aquí para allá por las charlatanas. Pitágoras decía: "el alma es un acorde; la disonancia su enfermedad". Para ella, tu marcha fue una hecatombe -como diría tu padre-. Es una sombra de sí instalada permanentemente en el recuerdo. Pero..., ¡si habla con vosotros! ¡No sé cómo lo hace! Pero manifiesta continuamente hacerlo: ¡contigo y con papá! Papá le da consejos, incluso le augura acontecimientos venideros, y tú, tú no sé que le dirás. ¿Es cierto? Debe serlo, aunque parezca increíble. Al menos se comporta como si lo fuera. Últimamente se distrae algo más, sobre todo con los nietos, a los que confunde los nombres llamando a unos por los de otros. ¡Tienes seis sobrinos! ¿No te lo había dicho? Pues sí: tres niños y tres niñas, seis. ¡Por ahora! Tenemos tantas cosas que hablar, tantos reproches que perdonarnos y sobre todo, por encima de todo, hermano, un gran abrazo que darnos que restaure y suelde las fisuras del pasado. Al quedarnos sin tiempo, nos quedamos sin puente para alcanzar nuestros cuerpos. ¡Lo deseo tanto!

-Tienes una llamada de tu madre, ¿te la paso? -dijo mi secretaria algunos días después y la sangre se paró en mis venas como si la muerte me hubiera alcanzado repentinamente. Sabía lo que iba a decirme y la zozobra latente de los últimos días reventó como un grano presionado inundando mi cuerpo de ansiedad y acobardándome la palabra-.
-Sí, claro, pásala -dije en un hilo de voz, casi en un susurro-.
-Paquito, hijo; he hablado con el enterrador y me ha dicho que la semana que viene tiran el cementerio viejo. Que los restos que no se hayan sacado viene una pala excavadora y se lo llevan por delante: ¿has visto qué canallada, hijo?, -dijo, llorando a lágrima viva-. ¡Tienes que venir cuanto antes! Hay que trasladar a tu padre y a tu hermano al cementerio nuevo. ¡No quiero pensar que les hagan esto a mi hijo y a mi marido!
-¡No te preocupes más, mama! ¡Iré mañana mismo! -dije consultando la agenda y tachando una cita previa-.
Mas tarde, tu madre, que estaba para darle algo -por ello decidí que mientras más pronto se hiciera mejor- me llamó nuevamente para decirme que el sepulturero, Godofredo, ¡vaya nombre para semejante profesión!, estaría en el cementerio a las diez de la mañana. Ella, escucha esto, quería ir a verte porque "tenía el presentimiento que estabas incorrupto, de cuerpo entero". ¡Lo que me faltaba! No que estuvieras íntegro, que me darías un susto como para irme contigo, sino que ella quisiera estar cuando abrieran el nicho. Por supuesto y, como comprenderás, me negué en rotundo. No tengo que decirte, conoces a mamá igual que yo, lo pesada que se puso con el asunto.
Tu madre no durmió en toda la noche; yo he de confesar que tampoco cogí bien el sueño. A las nueve y media recogí en casa al rosario de lágrimas de mamá que lloraba inconsolable como si te hubieras muerto ese día. ¡Igual! Me hizo recoger a tu hermana, ¡menos mal que vino!, que la convenció para que se quedase en la puerta con ella porque ella no entraba.

Godofredo, como en las películas, es un hombre -¡no sé si vive aún!- taciturno, de pocas palabras, andar cansino y con una voz que debe estar conectada con la ultratumba -pero qué voy a decirte que tú no sepas-. Estrecharle la mano -que me dio dentera- es como dársela a un muerto; ¡con perdón, hermano!: flemática, algodonosa, sin fuerzas; es, ¡como diría yo!, es, como la de los curas: tierna, sensible, nunca activa, siempre a la espera.
-¿Cuál sacamos primero? -me dijo, como si de extraer una muela se tratara, o de cambiar de sitio un mueble-.
-No sé, vamos a sacar a mi padre si le parece -respondí, controlando el miedo-.
-Bien; vamos a ir primero por las cajas y luego cogeremos la escalera, tu padre está muy alto.
¿Las cajas? ¿Qué cajas? ¿Qué enigmas guardaba este individuo? No me gustaría nada poseer sus conocimientos y mucho menos, ejercer su profesión. ¡No podría! ¿Le gustarían las películas de suspense? Dudo que Godofredo tuviera gusto para algo -hablo de un gusto normal-, ¿me entiendes?; de tanto vivir con los muertos uno debe encontrarse en otro nivel de percepción, más cerca de la naturaleza, vida-muerte, muerte-vida: ajeno a los sentimientos y a las pasiones, todo aquello que enloquece a la humanidad.
Cargado con una pequeña caja de madera -la otra la dejó Godofredo en el suelo, sería para tí-, por pintar, pequeña urna rectangular, con dos bisagras de cuero amartilladas y un pestillito burdo que permitía un falso cierre, caminé tras el sepulturero que llevando una escalera de tijera abría el paso en dirección al nicho de tu padre. En el cementerio reinaba un desorden manifiesto, era como si con el anuncio del derribo, se hubiera abandonado el cuidado hace tiempo. Estaba, como debió quedar el templo de Salomón una vez que Nabucodonosor lo destruyó, todo manga por hombro.
Un perro, para acompañar la imagen, ladraba en la distancia como si su dueño hubiera fallecido recientemente. Se veían lápidas destrozadas y en la oscuridad de las bóvedas, restos de huesos: "lo entrevisto da más pánico que lo generosamente mostrado". Fijé la mirada, huyendo, en las botas de goma -¿por qué botas de goma en verano?- del enterrador que hacían un ruido misterioso al pisar la arena bajo la que supuse, debían existir montones de restos humanos.
-¡Éste es! -dijo, anunciando algo que yo sabía. "Voy a ir por el martillo y el cincel". Y se marchó. Se fue y me dejó solo con mis pensamientos en aquel lúgubre lugar frente a tu padre.
Mientras regresaba, miraba temeroso hacia la entrada esperando ver aparecer a tu madre que, en un arranque de añoranza pudiera dejar plantada a tu hermana, pero no ocurrió así: su propio miedo pudo más que sus ganas.
Con martillazos secos y firmes, conocedor de su profesión, Godofredo escarbaba en torno a la lápida, -voy a ver si la puedo sacar entera, por si la queréis guardar de recuerdo-. ¿De recuerdo? Usando un pequeño cincel del tamaño de un atornillador, debía estar golpeando -pensé- en la misma puerta del infierno. Con habilidad, despegó el negro mármol entero y me lo entregó. Con cuidado -pesaba como una vida- lo deposité en el suelo pero, sin darme cuenta, es obvio, la foto de papá pegada a la piedra, quedó cabeza abajo. Con un gesto rápido, no sin esfuerzos le restituí la verticalidad -¡perdona, papá!- como si hubiese cometido un pecado capital.
Con otros tantos golpes -trozos de ladrillo y dura mezcla cayeron dentro-, Godofredo rompió la puerta del nicho dejando pasar la luz allí donde la oscuridad reinó por mucho tiempo.
Por una asociación de ideas, creo, el olor de la muerte invadió mi cerebro. Mientras te transportábamos -a hombros, ¿recuerdas?- desde nuestra casa hasta la iglesia, ese especial aroma, mezcla de la degradación de tu carne, hermano, almibarada con el de las flores, se infiltró en mi memoria como lo hacen los desagíes en las casas, ocupando todo el espacio. Nada excepto mi muerte, podrá extraerlo de ahí dentro, del lugar que ocupa en mi cuerpo.
Mientras tanto, Godofredo, con las manos, sin guantes, iba recogiendo huesos de tu padre que introducía en la caja, con prisas, como si recogiese aceitunas ante la atenta mirada del dueño. Cuando menos lo esperaba -¡bueno, ese día esperaba cualquier cosa!-, Godofredo me tendió el cráneo de papá que por no parecer cobarde tomé entre mis temblorosas manos. Me pareció pequeño, como achicado por un aquelarre; las concavidades de los ojos, sin embargo, muy grandes, pero lo que si me afectó de veras, porque le reconocí, ¡reconocí en esa calavera a tu padre!, fueron sus dientes. Recordé su entrecortada risa en que mostraba siempre los dientes hasta las encías ahora inexistentes. Esos dientes gastados, añorados, queridos, conocidos, eran los dientes de tu padre. Hoy, hermano, igual que tú, sólo poseía las condiciones naturales de las piedras, de los objetos inanimados. Una lágrima traicionera me subió desde el corazón hasta los ojos rodando por mis trémulas mejillas. Lentamente, con sumo cuidado, manoseé su cabello ausente, rocé los grandes lóbulos de sus inexistentes orejas, velé los párpados de sus ahora imaginarios ojos. Cerré la tapa de la cajita despacio y con cariño, ¡con eterno cariño, papá!, corrí el cerrojillo barato sumiendo nuevamente en la noche eterna lo que quedaba de tu padre, restituyendo a la tierra lo que siempre fue de ella.
-¡Bueno..., éste ya está! -dijo el enterrador cerrando la escalera mientras yo cargaba con el leve peso de tu padre y alargaba el paso tras sus negras botas de agua procurando guardar la horizontalidad de la caja, porque tu padre daba trompazos en el interior que me llegaban al alma y parecía, ¡tremendo momento!, que podía hacerse daño. ¡Pobre, papá!
Al llegar frente a ti, Godofredo dijo: éste está más fácil -estabas a su altura, no necesitaba escalera-.
Tu lápida, tallada en mármol blanco con dos pilaritos en los laterales, por más cuidado que puso, se rompió; se le desmoronaron las columnas como si un terremoto tuviera allí su epicentro y ¡la verdad!, algo de eso estaba ocurriendo con los martillazos que daba y que tú debías notar en todos tus huesos. Los pocos muertos vecinos, -¿debías despedirte de ellos?-, por esta alteración tan brusca de su eterno descanso debían estar protestando de lo lindo. Pero las voces de los muertos no se oyen, deben estar -supongo- en todo caso, en otro espacio, en otro tiempo.

Despejada la entrada, tu caja otrora limpia y reluciente -bañada con las lágrimas de tus dolientes-, recia y fuerte, se había deshecho totalmente por efecto de las polillas y gusanos: triste destino de todo ser viviente.
Al tirar Godofredo del paño inferior sobre el que reposabas inerte, se resistió. Parecías pegado al suelo del nicho. Exactamente eso es lo que pasaba: tus humores, tus grasas, se habían agarrado a la mampostería formando un solo cuerpo: tus elementos y los suyos, un mismo elemento.
-Tu hermano está bastante entero -dijo, y como un rayo me vino a la mente las palabras de tu madre, "tengo la impresión de que tu hermano está incorrupto". Pero no, no era eso. Sólo que aún, como sabes, como te envolvieron en el hospital en un plástico, no te habías deshecho, te habías conservado mejor, todos tus líquidos dentro.
Con destreza, el sepulturero, que ahora se enfundó unos guantes, empezó a remover una suerte de negra gelatina resinosa donde vagaron tanto tiempo tus huesos y empezó a sacarlos, pieza por pieza. Con un reflejo mecánico los limpiaba en un viejo saco antes de meterlos en la cajita que te servirá de único amparo por los tiempos. "¡No puedes imaginar la cantidad de huesecitos que tienes en los pies y en las manos!"
-Voy a buscar por si hubiera algo de oro, alguna cadena, algún anillo, porque a tu hermano, ¿lo trajeron directamente del hospital con la caja sellada, no? -dijo, removiendo grasas-.
-¡Si, si! A él no lo vimos en casa -dije malhumorado-. ¿Cómo podía pensar éste hombre en eso?

Cuando sacó tu cabeza, que después de limpiarla me entregó -debe ser un rito, pensé- no pude reconocerla ¡Lo siento! Podría ser la cabeza de cualquier muerto, excepto porque tu cráneo, hermano, tenía hundido el temporal izquierdo. Eso fue lo que te dio la muerte. ¿Qué te ocurrió en aquella iglesia? ¿Cómo pudiste caer desde el andamio, a tres metros, y golpearte en la cabeza? ¿Qué pasó con tus reflejos? Cuántas preguntas, hermano. ¡Cuántas respuestas te llevaste en tu seno! En fin, ¡la vida es muy dura! -dice la persona con quien vivo hoy, que, por cierto, tu no conoces-. Algún día te hablaré de ella.
Manoseé tu cabeza queriendo llegar a tu alma pero sé de cierto que ni siquiera me sentiste.
El plástico quedó en el suelo con los restos de una camisa de cuadros y unos pantalones que parecían negros. Una sola bota, ¿dónde perdiste la otra?, -en la que Godofredo hurgó buscando huesos-, cayó cerca de mis pies, que la apartaron uniéndola a los otros restos.
Acabada la triste recogida y con el corazón en un puño, cargué con ambas cajas, después de dar las gracias al sepulturero y encaminé mis pasos hacia la salida donde tu madre, ¡rosario de lágrimas!, y tu hermana, ¡la cara descompuesta!, desesperaban por mi tardanza. Tu madre tuvo un intento de abrir las cajas. ¿Cuál es mi niño? -decía, repitiéndose: ¡Déjame verlo, Paco! ¡Déjame verlo! Tuve que apartarla casi bruscamente -lo siento, mamá-.

Introduje ambas cajas en el portaequipajes del coche y di un portazo que me liberó los nervios. Me agarré a tu desconsolada madre y abrazados lloramos por tu ausencia una vez más. ¡Qué cerca estábamos ahora después de tanto tiempo! Despacio, muy despacio, puse rumbo a tu último destino -por ahora-, mientras observaba ajeno, ausente, el ajetreo de la gente que circulaba por las calles ensimismada en sus problemas cotidianos. ¿Quién me iba a decir que daríamos un paseo en mi coche, juntos, después de tanto tiempo? Los cuatro: mamá, papá, tú y yo. Tu hermana se quedó en casa -creo-, tenía que hacer algo. Tu madre, su mano izquierda en mi diestra, mojaba pañuelos en el dolor que salía a borbotones de sus enrojecidos ojos. ¡Cuánto ha pasado la pobre! ¡Qué cosas les reservaba el destino!

Pasados varios días, compré unas flores, un ramo de claveles y, sin decir nada a nadie, fui a veros. Tu madre os había encargado una lápida nueva donde figurabais los dos: "TUS FAMILIARES Y AMIGOS NO OS OLVIDAN". Sendas fotografías, las mismas que teníais por separado anteriormente, ocupaban los laterales del mármol. Jarrones con flores de plástico daban color a vuestros semblantes que ¿ilusión mía?, ahora parecían algo más alegres, menos mustios. ¿Estáis mejor juntos? ¿Más acompañados? ¡Qué preguntas me hago! Estáis uno encima del otro, no sé quién reposa sobre quién, pero ello poco importa ¿verdad?

Estoy mucho más tranquilo desde que os hemos trasladado. No fui capaz de verte en el tanatorio, hermano. ¡No fui capaz! Me dijeron que estabas en una losa (¿?) y no fui capaz de entrar, ¡lo siento!; sé que me lo perdonas. Con este traslado me he quitado la espina del remordimiento tantos años acumulada.
Espero, hermano, que hayas perdonado cuanto daño te hice. El hecho de que estés con papá, ¡parece una idiotez!, también me consuela. Él te quería mucho, te admiraba; no le lleves a mal que no te dejase ir a Madrid. Sé que a él también lo perdonas. "Tenías un corazón que no te cabía en el pecho". Escribirte ha supuesto para mí una catarsis; realmente necesitaba hablar contigo. ¿Quién sabe? Quizá cuando muera podamos encontrarnos en algún sitio. ¿Es ello posible? Me alegraría, me alegraría mucho.
Nuestras diferencias poco importan ya, hermano. El tiempo, que todo lo consume, acabó -en tu caso- y acabará -en el mío- con los errores cometidos: todo volverá a la nada.
Me marcho de ésta tu nueva casa, el cementerio, arrastrando los pies, allanando definitivamente los recuerdos: satisfecho. El sentimiento de culpa, tantos años sumergido como un iceberg, va emergiendo poco a poco tranquilizando por fin mi conciencia.
Habéis de saber ambos -quiero decíroslo- que, desde vuestra marcha, nada me ata a los lugares ni a las cosas. Algo de mí -debió ser muy importante-, se marchó también con vosotros. Ahora, con éste traslado auspiciado por el amor de mamá, os habéis convertido en uno solo. Por mor del destino, una ósmosis natural se ha establecido por siempre: padre-hijo-tierra: la cadena natural de las cosas.
Quisiera, hermano, poner un final acorde a la intensidad emocional con que he escrito este diserto -vosotros no os merecéis menos-. Por ello, me gustaría que una gran orquesta interpretara ahora un trozo, por ejemplo, del Miserere de Allegri. Como no es posible, lo imaginaré y me daré por satisfecho. Ha sido un verdadero placer poder hablar contigo, recordarte, sentirte, amarte. Eras y eres mi hermano del alma. Tu huella imborrable ocupa un lugar importante, muy importante, en los estantes polvorientos de mi memoria.