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El Olvido (2015)


Había soñado infinidad de veces con ella. Perdida en una umbría sierra podía ser cualquier aldea. No obstante, tenía rasgos propios que la diferenciaban del resto al igual que dos personas no pueden confundirse por mucho parecido que queramos sacarle.
Rodeada de chopos y cruzada por un riachuelo de agua limpia, la aldea que buscaba la conformaban una veintena de casas de una sola planta levantadas en piedra.
Antes de llegar al pueblo y junto a un anchurón cercano a una espesa arboleda, había una iglesia de factura probablemente gótica con un pequeño cementerio adosado.
La aldea, por la que había paseado infinidad de veces en sueños reiterados, estaba habitada por personas sencillas y encantadoras que siempre le recibían con la alegría de quienes lo hacen por primera vez: sin nostalgias ni remordimientos.
Nunca había reparado, ni en las pesadillas ni fuera de ellas, en el nombre de la misma: era un detalle que parecía no ser necesario.
Pero un día, cuando, despistado por la intensa niebla paró el vehículo en un cruce de carreteras para orientarse, leyó en un panel de señalización el nombre de un pueblo del que no tenía noticias: El Olvido.
Intrigado por el descubrimiento, decidió continuar tanto para conocer el municipio que tal nombre tenía como para descansar un rato y esperar a que la intensa niebla se disipara.
Puso en marcha el coche lentamente procurando adivinar más que ver, la carretera, y a unos cien metros descubrió un pequeño cementerio adosado a una iglesia, en los que no reparó en exceso, pendiente como iba de no salirse de la vía.
Transcurrida no sabría decir qué distancia desde que rebasó la iglesia, divisó entre la niebla un grupo de casas bajas y, ante la estrechez de sus calles, decidió estacionar el automóvil y buscar un lugar donde tomar café.
Mientras caminaba, algún resorte interior le indicó que conocía esta aldea; que... a pesar de la densa niebla, las macetas colgadas de las fachadas, los enrejados pintados de minio gris y el irregular empedrado por el que intentaba ajustar los pasos, eran escenarios comunes que formaban parte de la memoria.
Continuó andando por una calleja sabiendo que, al doblar el recodo que ahora se perfilaba, encontraría una placita triangular donde, en uno de sus vértices, estaría el bar de Antón.
No conocía, que recordara, a nadie que se llamase así; sin embargo, el nombre se le vino a la boca y masticó sus palabras antes de expulsarlas: ¡Antón!
Con un vuelco en el corazón, al llegar a la esquina se topó con una plaza que, en uno de los vértices, efectivamente, enseñoreaba una pequeña tasca en donde, un símbolo de la gaseosa La Casera decía: Taberna Antón, Tapas Variadas.
Con un grito desmedido se sentó de golpe en la cama, sudando, y comprendió que la aldea se le había escapado una vez más.
Ahora sabía, no obstante, que el lugar que buscaba desde hacía años se llamaba aldea de El Olvido.
Paco Huelva
15 de marzo de 2015