Crónica estival (I)
Me despierto en la buhardilla de un hotel madrileño del que ahora no recuerdo el nombre. Aún no son las ocho de la mañana. Un cielo limpio entra en aluvión por las ventanas que anoche olvidé cerrar. La edad y la costumbre -aunque me acosté hace un rato- hacen que me despierte temprano. Tengo sed -de la resaca, imagino-. (Esta madrugada vagué por la diversidad del barrio de Chueca. No sólo intenté transitar por sus calles y tugurios sino también por las personas y sus secretos: esos mundos subterráneos llenos de dolores y alegrías, de virtudes y miserias que porta como un estigma el ser humano. Chueca es un carnaval perpetuo. La alegría del mestizaje -aunque sea fingida- está presente todo el año. Me gusta caminar de madrugada por este arrabal, por este lupanar callejero epicentro del orgullo gay madrileño. No me resisto a mirar y a ver -entre mirar y ver hay grandes diferencias- lo que se mueve por la calles Montera, Carretas, la Puerta del Sol y los aledaños de la Gran Vía. El comercio carnal me entristece; no soporto la realidad del sexo como moneda de cambio, como valor en sí; de buena gana le partiría la cara a más de un chulo de mierda). Desde la atalaya en que me despabilo contemplo cómo las agujas de las torres del Madrid de los Austria se enhiestan sobre un mar de tejados variopintos, que transfiguro en olas de negruzco barro. Un silencio absoluto -es sábado- recorre la urbe a esta hora; parece como si a la ciudad le costase trabajo despertar. Un borracho trasnochado interpreta eses por la calle -recién duchada como novia primeriza-, mientras vocea no sé qué discusión no finalizada. Poco a poco el ruido ocupará el espacio que ahora inunda esta soledad que absorbo por los poros, y en la que me deleito sólo interrumpido por los vencejos que entran y salen de un nidal cercano a mi balcón... (Continuará)