Cementerio nacional (2016)
España está rodeada de muertos. Yo mismo, cuando me miro al espejo, no sé si ando vivo o muerto. Hasta pienso a veces que me he vuelto loco, que la sensatez se me ha escapado por algún lado. Porque tanto muerto alrededor no debería ser normal y sin embargo es así, como si España se hubiera convertido en un gran cementerio, en un enorme catafalco que aún no ha sido descubierto ni por supuesto desenterrado y que deberá ser la Historia quien decida en el futuro si eso es así o no.
Algunos de los muertos que me rodean hablan y otros no. A estos últimos les tengo más cariño. No por algo especial sino porque fallecieron espantados por la miseria que los apretaba o porque estaban a merced de la caridad y no del derecho que les asiste; porque huían de interesadas guerras o porque se ahogaron en mares que a lugar alguno llevaban -que ni entierro tuvieron y se los comieron los peces-; porque caminaban buscando la subsistencia -comer, sólo comer querían- y no sabían que el mundo, los Gobiernos todos, los habían expulsado de la vida, y ellos, quisieran o no, tenían que morirse aunque buscaran la esperanza de una resurrección en otro lugar, en otra tierra; al parecer era lo que les tocaba, era lo que decidieron los poderosos, los muertos vivos, esos que gobiernan incluso estando muertos para las ideas, para los principios consagrados en el Derecho internacional.
Los muertos no ven, es obvio; pero los muertos vivos están muertos porque intelectualmente, financieramente, interesadamente se hacen los muertos y por eso parece que no ven. Sólo ven el áureo color del dinero. Los pudre la avaricia, el poder.
La argentina Gabriela Cabezón Cámara dice en su novela La virgen Cabeza: "Teníamos muertos de tierra adentro y tierra afuera, muertos de todos los colores (...), muertos de hambre de los últimos gobiernos democráticos, muertos negros de Ruanda, muertos blancos de cuando la revolución (...), muertos rojos de todas las revoluciones de todas partes..."
Y qué decir ante la ficción de Gabriela Cabezón que no sea lo consabido: que cada vez es más necesaria porque entre ella y la realidad no hay distancias, que son como dos gotas de agua.
Por mi parte estoy más que harto de los intelectuales muertos travestidos de políticos progres y de los sindicalistas que olvidaron su misión y se convirtieron en funcionarios del poder. Pero sepan, que aún estando muerto, voy a seguir gritando y escribiendo, aunque nadie me escuche ni me lea.