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Bichos IV (2014)


GALLINAS Y ZORROS
Hace Tiempo que Anastasia tiene una idea por encima de los hombros. Le ronda de forma tan insistente que anoche hasta soñó con ella. Al amanecer, cuando se levantó Ignacio, su marido, le soltó el asunto de sopetón, como si tal carga le fuera insoportable de resistir ni un segundo más en los recovecos de sus entendederas:
-¡Ignacio, quiero tener un gallinero!
Ignacio, que se levanta los más de los días en un estado de renuncia casi larvario, y que con el leve tránsito de las horas se convierte en acción a fuerza de echarle reaños a las eventualidades que presenta la vida, miró a su mujer, que a esas horas ostenta en la faz una suerte de párpados grandes, tal que las iguanas, responde:
-Anastasia, ¡si compramos gallinas se las comerán los zorros!
Anastasia toma el hilo de la retahila que lleva tramando tiempo ha y comienza a realizar ovillo:
-Si tenemos gallinas dispondremos de huevos frescos. Los que nos sobren los podemos vender. Las gallinas no tienen gasto. Comeran de los restos de comidas. Porque tú sabes, Ignacio, que comen de todo, que no desperdician nada...
Ignacio viendo la panda de argumentos que se le venía encima como agua imparable de primavera, se levantó, agarró el hatillo y las llaves del coche, y salío rumiando para el tajo acompañado por el ladrido de los perros que hoy le parecieron más insoportables que nunca.
Sabía que cuando a su mujer se le metía una idea en la entreceja, apaga y vámonos.
Durante los días siguientes las relaciones entre ambos pasaban por aquello de no dirigirse la palabra excepto para lo más necesario y siempre salían, cuando salían, como una especie de rencorosos bufidos poco dados a arreglos o componendas.
Harto de la situación, Ignacio se levantó una mañana que no tenía curre y se puso a cavar una zanja de medio metro en el lateral del portalillo, que fue cerrando sobre el mismo, e hizo un cuadrilátero en el que uno de los lados era la pared enfoscada del cuartillo en donde guadaba los aperos y el grano. Cogió el carrillo, subió a la parte alta de la finca y se dispuso a acarrear piedras hasta que le parecieron suficientes. Luego apuntaló en las esquinas estacas de castaños bien seco, y con valla metálica cerró el mismo, incluso por la parte de arriba para que los aguiluchos no tuvieran tentaciones de realizar picados vuelos contra las gallinas. Finalizado esto, cortó la alambrada en una parte y le instaló una puerta batiente, para poder entrar y salir a coger los huevos y limpiar la jaula cuando fuera menester.
Anastasia lo miraba por la ventana de la casa con ojos de yerbabuena, diciéndose para sí que qué bueno era su Ignacio y que hoy le haría una comida especial.
Cuando terminó, Ignació soltó los chismes, entró en casa y le dijo a su mujer: ¡Ya puedes comprar tus dichosas gallinas, que siempre te tienes que salir con la tuya, cojones!
El viernes, que ponían mercadillo en el pueblo, Anastasia se lanzó a la compra de sus gallinas como la persona que va a recoger un inesperado premio de la lotería de los ciegos. Un tendero le indicó que en vez de comprar pollitas que no pondrían hasta los cinco o seis meses, él podría traerle, y llevárselas a casa, si lo quería, gallinas poniendo y así tendría huevos a partir del día siguiente. Anastasia, presa de felicidad y sin poder esperar para recoger su premio, llegó a un arreglo con el vendedor y, a las siete de la tarde de un día de chicharras, once gallinas estaban encerradas en el recién estrenado gallinero.
Los zorros, que venían observando desde hace tiempo los trasiegos de Ignacio, y que escucharon el cacareo de la descarga, empezaron a afilar las garras en la tierra de la madriguera, más felices que unas pascuas, habiendo pasado de la intuición inicial a la certeza: tendrían festín.
Cuando la noche se hizo silencio y las luces de la casa hacía rato que se disolvieron, los zorros dieron rienda suelta a sus contenidas ansias. Escarbaron raudos bajo la valla acompañados de la alharaca de las gallinas en petición de auxilio y, en un visto y no visto, dejaron en el gallinero un mar de plumas ensangrentadas, de cabezas cortadas y de gallinas escachadas.
A la llamada acudió Ignacio con un hacha en una mano y una linterna en la otra, seguido de las voces de espanto de Anastasia. Cuando llegó al primoroso gallinero encontró la camada de rojas plumas, un denso olor a miedo y tres huevos que, de milagro, conservaban la contextura original.
Ignacio cogió los huevos, maldijo su idiotez y se fue a dormir nuevamente pensando en negros cepos.
Paco Huelva
Septiembre de 2014