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Añoranza

Con un movimiento brusco se levantó. Había pasado las últimas horas adormilado en el sillón...
Una película incesante cuyo argumento era el soporte de la memoria común, se repetía como un carrete sin fin. Se acordó de Bioy Casares, de "La Invención de Morel". En el cinema de su ensueño veía pasar a Gema ante sí, saliendo del cuarto de baño... entrando en la cocina... tirando de su brazo para que se levantase... dándole prisas porque llegaban tarde... poniéndose unas medias... y riendo, sobre todo riendo; su voz siempre dulce era ahora algo metálica, como la de los contestadores telefónicos automáticos.
Una vez y otra vez y otra vez... las imágenes evolucionando en su cerebro.
Con tristeza pensó en lo que era evidente: ya no podría oírla ni verla excepto cuando la rememorara: cuando pensara en ella. Por eso -como un sonámbulo- se agarraba al hilo de Ariadna que lo sacaría de este laberinto.
Se dirigió a la estantería y extrajo el álbum de fotos hojeándolo levemente; descolgó el gabán del perchero e introdujo sus brazos en las mangas; eligió unas fotos y las guardó en el bolsillo interior; salió a la calle.
Berto esperaba aún -activado por algún resorte desconocido del subconsciente- que a ella le hubiera ocurrido algo así como lo que le aconteció a Blancanieves, que pudo despertarse de una falsa muerte.
Dirigió sus pasos por las frías calles de Madrid en dirección a la Puerta del Sol. De vez en cuando, lágrimas espesas surcaban su rostro seco y aterido. Soportó el frío reinante con el estoicismo del que viene de vuelta de todo.
Al llegar a la plaza, miró para el símbolo de Madrid que continuaba cogiendo madroños en el árbol de hojalata. Cruzó raudo la nube de inmigrantes ilegales que le estorbaban al paso y entró en un café donde, a menudo, coincidió con ella por estar cerca de su trabajo. Pidió un cortado y, mientras sorbía lentamente el brebaje, observó a las loteras sentadas en sillas de baraja -piernas arropadas en pequeñas mantas escocesas y tiras de lotería colgando del pecho como medallas de otra época- que vociferaban buscando clientes; su reclamo se hacía más insistente coincidiendo con las oleadas de personas que vomitaba puntualmente la boca del metro cercana.
Igual que le ocurriría a partir de ahora en otros muchos sitios, en este café se habían desarrollado multitud de historias comunes que ahora eran sólo suyas.
La recordó en un día en que tomaron ostras: ella sorbía el contenido gelatinoso y fresco después de haber llenado las conchas de limón -que le rebosaría de su boca manchando un jersey comprado para esa cita: una de sus primeras citas-. Se dijo que nunca más tomaría ostras en este bar. Ante un nuevo ataque de melancolía, pagó el café y cruzó ante las loteras que le hostigaron el oído con la posibilidad de la suerte -que ellas blandían en sus gordezuelas manos enfundadas en mitones por el persistente frío-.
Mientras pensaba en que uno siempre se equivoca, que nada por venir se parece a la idea que de ello nos hicimos, seguía repasando los infinitos proyectos que hicieron juntos y que con su marcha no podrían llevar a cabo. Cruzó la calle y tomó dirección hacia la Plaza Mayor con la firmeza de llevar a término la idea que le hizo salir de casa en un día tan simbólico como el de hoy.
Cuando desembocó en ella, el frío de noviembre y la tarde poco agraciada mantenían la plaza desierta; algún turista muy abrigado tomaba fotos del inmenso caballo instalado en el centro de la misma; de cuando en cuando, alguna otra persona caminaba absorta en pos de su incierto destino.
Cruzó la mirada en ángulo hasta que en una esquina, bajo los soportales pétreos, localizó lo que buscaba; un hombre sentado en un pequeño taburete dibujaba en una cartulina colgada sobre un trípode. La visión del retratista le devolvió la ilusión: el viaje hasta allí no se había hecho en balde.
Con paso firme obligó a los pies a marchar en la dirección del caballete y cuando llegó a su altura, le dijo al hombre que pintaba:
- Quiero que me haga un retrato de esta foto.
Cerró el precio sin regateo, comunicándole además que se quedaría allí para mirar cómo lo hacía; el pintor, con un gesto más que con palabras, contestó que le era indiferente.
Mientras el dibujante -que debía ser argentino, por su acento- preparaba los colores, Berto se acuclilló en el frío suelo; le dolía todo el cuerpo: lacerado quizá por este amor perdido; cargado de hematomas internos que nadie podría ver pero que le durarían toda la vida. Con la marcha de Gema, un surco de dolor rasgaba su ánimo, que se había convertido en algo tan frágil como una patera que cruza el estrecho de Gibraltar: sin rumbo ni orientación alguna.
El gaucho escogió diversos colores de una caja de madera -que anunciaba puros cubanos- y comenzó a esbozar el rostro de Gema con rápidos trazos. Por arte de magia, con ligeras desviaciones sobre el original, la amada cara perdida, sumida ahora en la oscuridad de lo desconocido empezó a perfilarse en el marco de papel.
Se preguntó si era necesario pasar por esta circunstancia, que tanta ansiedad le generaba, y se dijo que era una catarsis necesaria, el único antídoto posible al terrible dolor que la ausencia de Gema le producía. Había pasado la noche anterior velando su cadáver en el tanatorio del distrito, y ahora, en este momento que la dibujaban, hacía tan solo cinco horas que estaba enterrada en un sucio y mugriento nicho, sin placa que la identificase ni flores que dieran color al féretro pagado por el seguro de accidentes del conductor que la atropelló.
Acabada la pintura, en donde con una sonrisa de fresa Gema enseñaba sus dientes de nácar, Berto le dijo a Manguel -que así dijo llamarse el gaucho, quien venía huyendo de la crisis argentina y de la paridad del peso con el dólar- que tenía que pintar otra foto.
Con la cartulina enrollada sobre el corazón y mientras lloraba, veía cómo el siguiente retrato hacía posible la aparición de esa figura escapada para siempre de su vida. Le pidió a Manguel que la pintara lo más natural posible mientras relataba al azorado pintor cómo la había perdido y cuánto la amaba.
Habló de que la muerte propia no era más que la desaparición de la memoria, pero... ¿cómo explicarse la muerte que nos arrebata al ser querido o conocido y sin embargo nos castiga con la memoria constante de lo que fueron?
Luego de terminar el segundo retrato, Manguel dijo que ya no pintaría más por hoy y se enzarzaron en una discusión -el pintor no quería cobrar por su trabajo-, y el asunto quedó zanjado con el acuerdo de que Berto invitaría a cenar; ninguno de los dos había comido.
Cogieron los trastos en cabestrillo y comenzaron a andar en dirección a un mesón cercano mientras charlaban a voces como para sacarse el frío que los atosigaba. Manguel parecía tener dotes de moralista: le dijo a Berto que debía afrontar la vida con esquemas nuevos, que el pasado sólo sirve para cimentar el futuro...
Mientras se alejaban de la Plaza Mayor, en donde el manto de la noche empezaba a difuminar las aristas de los soportales, Manguel explicaba a Berto cómo Miró -de quien se había declarado admirador- había inventado otra forma de ver el firmamento: sus cuadros -decía- eran como marcos de ventanas a través de los cuáles se accedían a mundos nuevos, donde imperaban otras reglas, otras proporciones, otras libertades...
La noche cayó sobre Madrid y se tragó -entre sorbo y sorbo de orujo gallego- con un murmullo sordo el lamento de Berto por Gema, al menos por esta noche.