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Antonio el corraleño (2014)


La tarde comienza a extinguirse colmatada por el viento de poniente.
La marisma, que hasta hace poco fue una lámina de agua, dibuja sinuosos surcos en el cieno atraída por la bajamar.
Un hombre, con la mirada perdida en algún rincón de su memoria, observa algo que nadie puede mirar excepto él. Está detenido, parado en un paseo fluvial con farolas y bancos de hierro forjado que nadie ocupa.
A ratos, una nota sonora se repite, preludio de un sustento que ha de llegar y que unos polluelos demandan a la espera de sus progenitores.
El paseante solitario pone un pitillo en sus labios y rascando un fósforo, lo acerca al hueco de sus manos de donde lo saca prendido.
Arrasadas por el viento, las bocanadas de humo salen perpendiculares de su nariz como banderas efímeras.
Un fado inexistente llena el entorno de melancolía: es la noche que llega... es el susurro del alma que vive dentro de las cosas y de los seres... es la oscuridad que se instala venciendo al púrpura que se apaga... es la calma. Es, un pasaje de la vida de un viejo pueblo minero.
La figura, con las manos en los bolsillos y el humeante cigarro en los labios, camina lenta por el mirador recordando no se sabe qué cosas y si éstas sucedieron realmente o son producto del pensamiento fijado a la memoria. La vida, como se sabe, es un compendio de cosas ocurridas e imaginadas, que a cierta edad, es imposible discernir claramente.
Quizá piense en los humedales que suben y bajan o en las dicotomías de la vida: la risa y el llanto, la victoria y la derrota, el amor y el odio... en fin, en todo aquello que hace posible la existencia del ser, en lo que nos hace como somos.
Hoy, como ayer, y como hace muchos años, sigue el guión establecido para esta hora y encamina sus pasos hacia casa. En ella nadie le espera. En otra época estuvo Manuela y sus hijos. Pero Manuela murió y sus hijos emigraron. Su vivienda está en las afueras del pueblo, aunque éste -que crece desmesuradamente- amenaza con engullirla en los próximos años igual que la tierra se comerá su cuerpo cuando fenezca.
Antonio, que es el nombre del hombre al que espiamos aunque lo estemos inventando, abre el portón de la entrada con una llave grande, de hierro, de las que ya no se usan y que lleva amarrada a la presilla del pantalón -con una cuerda lo suficientemente larga para que ésta repose en uno de sus grasientos bolsillos.
La puerta cede con chirrido de goznes que hace tiempo no conocen el sabor del aceite.
Al entrar en la sala un gato escuálido le saluda con un miau implorante al que presta poca atención. En el interior de la casa, de una sola estancia, todo está tal como lo dejó. Hace tiempo que nadie cuida de Antonio ni de su casa. Antonio, por deseos del narrador -que en estos momentos le da forma- tampoco se cuida. Antonio se está dejando morir. Piensa que ha cumplido ya su ciclo de vida, que lo mejor sería cerrar esta etapa... Pero el narrador sabe que no es fácil morir cuando uno lo desea, ni tampoco es fácil matar a un personaje de ficción mientras éste tenga vida que contar.
El gato sabe que Antonio no se cuida ni lo cuida a él, pero a nuestro personaje le da igual lo que piense su compañero de relato.
Decido ahora que Antonio tenga ochenta y tres años y un cuerpo que debió de ser fuerte en otra época; unas manos curtidas en mil tareas en las profundidades de la mina y que todavía, cuando saludan a alguien, encierran en sí el vigor de una persona que dedicó la vida a duras faenas sirviendo a los señoritos ingleses.
De una bolsa colgada en una quincalla extrae un pan bazo de varios días del que, abriendo una navaja muy afilada, corta una fina y alargada rebanada.
De un anaquel esquinero al que le faltan varios cristales, coge una lata de sardinas que abre lentamente luego de sentarse en una vieja silla -cuyo deshilachado asiento de anea amenaza ruina desde un tiempo inmemorial.
El gato se planta en la mesa de un salto, manteniéndose a cierta distancia como temeroso de un manotazo -ya recibido otras veces- que ahuyente sus ansias.
Con un sucio tenedor que limpia en una servilleta mugrienta, parte una de las sardinas por la mitad y con un movimiento rápido la arroja a la puerta de la calle seguida por el gato a corta distancia como si fuera la sombra de ésta.
Luego de servirse vino de una garrafa cuarterona enfundada en plástico gris, empieza a comer despacio. Piensa que queda poco vino, que mañana habrá que comprar... La comida la hace despacio, sin prisa alguna. Cuando acaba, coge una naranja de un saco que está bajo la mesa y empieza a pelarla con las manos mientras el jugo le corre entre los dedos. Antonio chupa más que mastica -su boca desdentada no da para más- los alimentos, mientras la barba de varios días brilla con el lustre que le proporcionan el aceite y el zumo de la naranja.
Después de soltar un eructo al que el gato responde con un maullido, se frota la boca y las manos con el paño.
Reposa unos minutos mirando en silencio las migas de pan y el aceite sobrante en la lata -que el gato vigila de reojo desde la puerta- y, apoyándose en la mesa con ambas manos, se levanta y sale a la calle.
Abriéndose la bragueta y de espaldas al pueblo, orina mientras observa el chorro vaporoso que humedece la tierra extrayéndole colores rojos y anaranjados, producto del esplendor de una época pasada basada en la exportación de piritas. Después de mirar en derredor, más por costumbre que por otra causa puesto que conoce cada planta, cada mata, cada nido..., le da una vuelta a la casa y entra de nuevo fechando la tranca. Luego de descalzarse se tumba en la cama y aprieta la perilla de la luz que reposa paralela al cabecero, apagando así la única bombilla existente.
Antes de dormirse, Antonio piensa en los nada sobresalientes acontecimientos del día y cómo no, en Manuela, que hace años que es un montón de huesos podridos en el cementerio. De sus hijos nada sabe: se marcharon hace mucho, mucho tiempo. Más de cuarenta años uno y treinta y cinco la otra. Nunca más los vio. Pero no se queja: es ley de vida. A la asistenta social que el ayuntamiento le manda de cuando en cuando le comenta, con gran irritación para ella, que los cachorros se conciben, se amamantan, se crían, se les enseña a cazar y luego... se van. Es ley de vida, repite.
Antonio se duerme una noche más esperando a la muerte, que desea corta. Hace tiempo que la llama, que le pide que venga y lo recoja, pero no acude. Él sabe -y el narrador así quiere que sea ahora- que ella es caprichosa, que llegará cuando lo desee, cuando sea necesario, por eso no desespera.
Con un breve suspiro se acomoda de lado y se duerme abrazado a sí mismo -a lo único que tiene, a lo único que es-, consolado por el calor de sus extremidades que entrelaza como serpientes que se enroscan. Antonio es una cuerda hecha de carne a punto de romperse, gastada por el uso.
Como cada día, como cada noche, todo está en su sitio en torno a Antonio. La pleamar ha inundado nuevamente la marisma acercando el agua casi hasta la puerta de la casa. Antonio sueña su vida que no ha sido vivida excepto en las líneas de este relato; pero el narrador decide que Antonio está bien así, que le gusta este personaje como es, porque..., aunque Antonio persiga la muerte, el que suscribe lo único que ha hecho ha sido darle vida y a partir de ahora, será interpretada por los que puedan leerla; y es más, aunque no fuese leída por nadie, mientras Antonio exista negro sobre blanco en este papel, Antonio tendrá identidad propia. Es un ciudadano de Corrales, un pueblo minero que se extinguió por la especulación inmobiliaria.
Paco Huelva
Septiembre de 2014
(De mi libro "Y cien")