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Un hombre de honor (2014)


Le prometí que lo haría y yo soy un hombre de palabra. Todo se reduce a eso. Sé que su compañero, ese que me tocó la cara y me puso los grilletes, no quiere entenderlo; pero las cosas son como son y por más guantazos que me suelten lo cabal es eso y no otra cosa. Yo fui al cementerio porque se lo prometí, y eso es todo. No conocía de nada a Caspio hasta la noche en que entré en Las Chinitas, como ya le he dicho; y luego de ese día, no le he visto más. Porque, en el entierro, lo que se dice ver no le vi, solo vi la caja negra, sin coronas ni nada, a los enterradores, y a ustedes que llegaron luego. Tal como Caspio me dijo que iba a ocurrir, exactamente así no más. Mire... yo siempre había querido entrar en Las Chinitas, si no lo hice antes fue por mi familia y por el respeto que le tengo a mi mujer, pero... esa noche, la noche en que llegué a entenderme con Caspio, era primero de mes y yo había cobrado unos atrasos. Al salir del trabajo, me fui con el capataz a tomar unos tragos. No digo que no me pasara con las copas, no, porque lo hice, pero eso le pasa a todo el mundo alguna vez ¿no? Esa noche, la noche en que Caspio y yo llegamos al acuerdo, yo iba de regreso a casa después de dejar a Antolín, el capataz -que se rajó y no quiso tomar más-, y decidí, de una vez por todas, que esa era mi noche, mi noche grande, que entraría por fin en Las Chinitas. A pesar de las copas que llevaba encima, paré el furgón en un lugar oscuro y me dispuse a ser el rey del mambo por un día. Frente a las luces de neón que cegaban la vista, me subí los pantalones, me arreglé un poco el pelo, me toqué la cartera y entré. Una vez dentro, me quedé sorprendido por el mujerío, mire usted. Yo no había visto nunca, ni en las películas, tanta carne descubierta, tantos morritos mimosos ni tantas tías con ganas de liarse conmigo. Me volví loco, mire usted. Loco pero lo que se dice loco. Pedí de beber, invité a las chicas una y otra vez, hasta que me di cuenta de que tenía una papa de órdago y que las piernas me temblaban: no eran capaces de sostenerme el cuerpo. Agarrado a la barra con ambas manos, pedí la cuenta para irme a dormir al coche porque, seguro estaba, más lejos no podría. Cuando pusieron la cuenta en un platito, fui a echar mano de la tarjeta del banco y la cartera no estaba donde debía. Me la habían soplado sin que me diera cuenta. Alguna de esas querendonas me había robado sin que me enterara. Tampoco me di cuenta de que estaba solo en el local, de que las mujeres habían desaparecido y solo estaban un negrazo impresionante que hacía de camarero y un señor con bastón, que yo vislumbraba en el fondo del local sin poder determinar muy bien qué rostro tenía. Cuando le dije al negro que me habían robado la cartera, éste salió de la barra, se vino para mí, y me largó un puñetazo del que todavía, dos semanas después, aún me resiento. Debido a la borrachera y al dolor del golpe, ni siquiera entendía bien lo que decía el negro, que principió a arrastrarme hacia la puerta de la calle, mientras, de paso, me endiñaba alguna patada que otra en las costillas. Pero, mientras estaba en ese trance, algo debió de ocurrir porque el negro soltó la pierna de la que tiraba -eso sí lo recuerdo-, y dijo: ¡Qué suerte tienes, mamón! Luego aparecieron un par de chicas de no sé donde y me echaron en una cama donde desperté sobre las tres de la tarde del día siguiente. Frente a mí, en un butacón, estaba sentado un señor mayor, con sombrero y bastón, que yo calculé que era el que estaba en la sombra la noche anterior, y no me equivoqué. Intenté sacar las piernas de la cama y sentarme, pero me dolía todo el cuerpo. Él me dijo que no me moviera, que me quedara como estaba. De un bolsillo de la chaqueta sacó mi cartera y me la tiró. Está todo... en Las Chinitas no se le roba a nadie -dijo-. Es que algunas de estas chicas nuevas andan enganchadas a vicios muy caros, pero en mi empresa esa gente dura poco. La que te robó, ya lleva su merecido en el cuerpo. Luego continuó: Mire, le voy a pedir una cosa, sólo una cosa y que ningún trabajo debe costarle. Yo asentí agradecido y confundido por que un tipo de tales características necesitara algo de mí. ¿En qué puedo servirle, señor?, -le respondí-. No se asuste de lo que le voy a decir ni me tome por loco, nadie hay más cuerdo que yo en estos momentos. Y sobre todo, debe prometerme que no le contará a nadie nuestra conversación. A mí, la verdad, empezó a entrarme un raro cosquilleo, como una especie de calambre por el cuerpo, pero ni me moví. Uno de estos días, me van a matar. Van a venir a por mí y además lo conseguirán -dijo, tras una pausa-. Llevo suficiente tiempo en esta profesión para saber que ha llegado mi hora, así que de nada vale luchar. En otra época hubiera dado batalla, pero ya, no; en mis circunstancias actuales de nada vale; así que he decidido resignarme. Mi madre siempre me echó en cara mientras vivió que el día en que yo muriese me enterrarían como a las bestias, que no acudirían más que los enterradores y la policía; y éstos últimos, para certificar que la había palmado de verdad y tenía encima un montón de tierra. Mi madre siempre llevó razón en todo cuanto me auguró, por eso sé que nadie irá a mi sepelio. Sólo le pido que vaya usted a mi entierro, que me prometa que lo va a hacer, nada más que eso. Favor por favor. No quiero que esta vez mi madre se salga con la suya; porque, si usted no va, me enterrarán como a un animal -dijo-. ¿Pero cómo sabe que lo van a matar? ¿Y por qué no acude al cuartelillo a decirlo, o se escapa o algo? No se meta donde no le llaman, mientras menos sepa usted de mí, mejor. Con mucho esfuerzo me senté en la cama y luego me incorporé hasta ponerme de pie. Le alargué la mano y, sentado como estaba, se quitó el sombrero, descubriendo a un hombre más viejo de lo que a simple vista parecía; me tendió la suya y apuntó: ¡Así me gusta, la gente que viene por derecho y que tiene una sola palabra! ¡Ya quedan pocos como nosotros!, ¿sabe? Y a mí, aquello, no sé por qué, mire usted, me infló de orgullo. Que aquel hombre venerable me dijera eso, me llenó el cuerpo de dicha en aquel momento. Antes de marcharme, le pregunté cómo sabría cuándo lo habían matado. Me dijo: ¿Usted ve la televisión, no? ¡Sí, claro!, -contesté-. Bien, pues yo me llamo Caspio Barnatán del Campo. No olvide el nombre ni su promesa -sentenció-. Caspio abrió la puerta de la habitación y sin más, me acompañó a la salida. Cuando me hube montado en el coche cogí la cartera y comprobé que no sólo no faltaba nada, sino que había tres mil euros en billetes de quinientos y un papel que decía: No olvide su promesa, Señor, no la olvide. Hice intención de regresar a Las Chinitas para devolver el dinero pero... comprobé que estaba cerrada a cal y canto. Regresé durante dos días más y sólo pude observar un cartel en la puerta que decía: Cerrado definitivamente. Para colmo, las luces de neón que tanto me atrajeron otrora, habían desaparecido. Y eso es todo lo que pasó, señor. Eso es todo. Estoy harto de contárselo a su compañero de guardia, pero no me cree. Yo no supe quién era Don Caspio hasta que ayer vi sus fotos en las noticias de la televisión. Ahí me enteré de que había sido un político importante que tuvo cargos de renombre en otra época, y que, luego, por las cosas de la vida, se dedicó a los negocios. Entre los muchos que tuvo, dijeron, estaba una cadena de casas de prostitución. Es más, llegaron a apuntar que había traficado con armas y con drogas. ¡Ya está, eso es lo que sé! Yo fui al entierro porque tenía que cumplir con mi palabra. ¡Yo soy un hombre de honor, señor!
¡A ver, a ver, empiece usted desde el principio otra vez!, -dijo el guardia.

Paco Huelva
Febrero de 2014