Tarde de toros
El entorno de la plaza de toros de Huelva -La Merced-, es un hervidero de personas. Son las seis y media de la tarde de un martes, tres de agosto, y estamos en Colombinas. Se celebra hoy la última corrida de este fin de milenio para este coso. El cartel, dicen los entendidos, es de lujo: Miguel Báez Espínola, el quinto Litri, torero nacido en Madrid aunque criado en Huelva; Enrique Ponce Martínez de la escuela taurina valenciana de donde procede y Julián López Escobar, "el Juli", de la escuela de tauromaquia madrileña y el diestro de mayor tirón popular en la fiesta de los últimos tiempos.
La ganadería es de la zona -de la finca "La Dehesilla", de Rosal de la Frontera-, propiedad de José Luis Pereda.
Por primera vez, según las crónicas de los diarios onubenses, se ha colgado el cartel de "no hay billetes" en la feria. Ni siquiera el monstruo de Camas, Curro Romero, que toreó el sábado anterior junto con José Tomás y Morante de la Puebla pudo conseguirlo. Lo del currismo es otra cosa, es una forma de entender los toros, es como un vino con solera -dice mi amigo el aficionado-.
La plaza, pequeña y coqueta -aunque cumple con el reglamento:"no debe tener un diámetro superior a sesenta y cinco ni inferior a sesenta metros"-, se va llenando de aficionados y curiosos expectantes que desean pasar una buena tarde admirando casta y bravura en los animales que se lidian y sentimiento torero en los matadores.
La arena, se encuentra ocupada por vehículos diversos de un concesionario local que realiza así una inusual campaña de marketing. ¡Qué cojones pintan estos coches aquí! ¡Qué poca vergíenza!, -dice un vecino al llegar, antes de tomar asiento y mientras enciende un Cohiba que ya lo quisiera para sí Fidel Castro-.
Un cuarto antes del comienzo oficial de la corrida, los vehículos empiezan a ser retirados por conductores que se cuelan en el ruedo, como espontáneos sin muleta, y salen uno a uno por la doble puerta existente bajo la presidencia. ¡Por coño ahí con esos coches, hombre! -dice mi vecino soltando una bocanada de humo que a punto estuvo de marear a toda la plaza-.
Un allanador de la tierra del ruedo orienta a los conductores para que los vehículos pasen por la misma rodada y dañen lo menos posible los círculos granates pintados sobre el amarillo albero.
A las siete y media clavadas -la hora anunciada-, puntual en la cita con la muerte y con las gradas y tendidos rebosantes, el presidente ordena el comienzo del festejo. Un corneta uniformado atisba a lo lejos el pañuelo que ordena y, con gesto decidido y firme, acalla los murmullos del público vocinglero anunciando con el sonido agudo de su instrumento la cuarta y última de la feria. ¡Que haya suerte, maestros! -escupe un monosabio a los toreros que se fajan serios la montera antes de hacer la siempre espectacular entrada en el ruedo-.
Suaves zapatillas que enfundan medias de seda rosas pisan la arena en dirección a la presidencia mientras, la banda municipal de Huelva ataca un pasodoble festero. Litri, que hizo su primer paseíllo en la plaza de Higuera de la Sierra, allá por el setenta y nueve, enfrenta la tarde por la derecha de la tribuna presidencial. Ponce, que vistió de luces por primera vez en la monumental de Baeza lo hace por la izquierda. Y en el centro, ¡el niño!, el Juli, que el día de su primera comunión se puso la primera vez ante una vaquilla y a los diez años, ¡qué barbaridad!, mató su primera res ante los ojos acuosos de su familia -su padre fue novillero- que lo observarían con una suerte de temor por su vida y emoción por su derroche de talento.
Los miembros de cada cuadrilla, mientras tanto, han colgado sobre las barreras -a ciento sesenta centímetros como marca la legislación- de un rojo cereza tipo picota: capotes, muletas y otros arreos. Envainados están aun los aceros aunque latentes tienen ya su carga letal, que tomará fuerza en cuanto el brillo de la luz mortecina de esta tarde se refleje en el estrecho y largo espejo de su hoja. Hoy, nuevamente, aquí en Huelva, en La Merced, se llevará a cabo un rito ancestral en el que el hombre, de una manera u otra, ha participado siempre a lo largo de los tiempos y en todos los espacios que habitó: el rito del sacrificio cruento; ofrenda realizada en honor de los dioses, de los césares o del pueblo llano, ¡por puro entretenimiento¡ Por un lado, el sumo sacerdote -conocedor de la palabra y los gestos simbólicos- vestido de luces, ornamentadas sus talares vestimentas y por otro, el sacrificado, ¡el pobre toro¡, sin conciencia, claro está, del papel que ejerce en este triste ofertorio donde lo que realmente se ofrece al público congregado -se colgó el cartel de no hay billetes, recuerden-, no es la hostia y el vino de un cáliz consagrado sino la sangre caliente de un animal vivo para agasajar esa parte de nosotros, los humanos, ajena a la razón y el pensamiento.
En el callejón, entre la barrera y el muro de sustentación de los tendidos, los miembros del séquito continúan extrayendo de grandes cajas y bolsas de cuero -algunas repujadas- banderillas de papel coloreadas. Priman las españolas rojigualdas, las andaluzas verdiblancas y ¡como no!, las onubenses albiazules.
Los "ministros" que concelebran el rito en el día de hoy saludan con una reverencia exagerada a la "regia" autoridad -dadora de premios y castigos- y, con una carrerilla volatinera y ágil, centran sus figuras en el ruedo. Con la montera en la mano derecha y el capote plisado en el brazo izquierdo, giran como peonzas sobre sí saludando al respetable (¿?).
En señal de consideración y, ¡como no!, en petición de indulgencias, acercan sus monteras al corazón animando los aplausos de un público enardecido deseoso de ver "faena" que aplaude gustoso el gesto. Las figuras, sabedoras de que ha llegado la hora de la verdad, caminan cabizbajas y serias hacia sus burladeros donde se parapetan para ver llegar así a los animales en juego.
Un hombre-anuncio, portador de una pizarra negra que descansa sobre un largo palo, accede a la plaza y con este rudimentario marcador, indica al público presente el nombre y el peso del animal en turno.
En lo alto del Conquero - La Merced está rodeada de cabezos, excepto el arco que da a la ría de Huelva- , una multitud de aficionados sin dinero y de curiosos, intentan captar desde la distancia, desde lejos, este "maravilloso" espectáculo al que por lo que fuere, tienen vedado el acceso.
La orden de salida resuena sobre la plaza y sin pausa, por la puerta de chiqueros aparece el primer morlaco, patacón, que busca una salida corriendo incesante por este círculo que le aterroriza, sin encontrarla. ¡Que extraño lugar: no hay encinas, alcornoques, ni olivos; ¿dónde está el pasto verde? ¿Dónde las hembras en celo? ¿Qué hace aquí tanta gente? ¿Esto es un sacrificio? ¿Quién es el sacrificado?
Mientras escarba con las manos un suelo regado y alisado, en sus atentos ojos se reflejan como en dos pompas irisadas el amarillo fuego de la tierra y el rojo sangre de los burladeros: ¡la bandera española! Lleva por ojos dos banderas rojigualdas, "la seña de identidad" de un pueblo culto, sabio, como todos los pueblos -imagina el narrador sintiéndose el toro-.
Miguel Báez, que tomó la alternativa de manos de su padre en el ochenta y siete, -hoy lo observa desde el tendido-, enfrenta al bragado dándole unos capotazos. Pero el público se divide -es natural, ¡son tantos! Desde la sombra del tendido alto, alguien, al que llamaremos vecino, grita desaforado:
- ¡Mira como mete el pico! ¡Sinvergíenza! ¡No te queda más que el apellido, Litri! ¡Esto es una charlotá! Date un garbeo, Litri, que te han visto.
Una mujer pródiga en carnes que se amojaman en un vestido floreado -que llamaremos vecina-, dice para su corrillo desvergonzada la palabra:
- ¡Ah! Yo no he traído pañuelo, pero como tengo las bragas blancas si hace falta me las saco y ya está.
Miguel Báez, que ha anunciado su retirada esta temporada, acaba su primer lance sin pena ni gloria y toda la plaza, sin excepción, recuerda las tardes de exaltación que encumbraron a su padre a la fama y que ahora, desde la barrera, observa con desasosiego a su crecido retoño recordando quizá, las veces que le dijo cuando era un niño que no se dedicase a los toros, que era una profesión poco agradecida y además muy peligrosa.
-¡El toro no da pa más; Paco Reyes lo ha picado en exceso!-excusa ante sus amigos el poco lucimiento filial-.
La llenita en carnes, la del vestido floreado y moño lacado en el pelo, la vecina, dice en un arranque burlesco solicitando la hilaridad del entorno:
-¡Verá cuando yo tome la alternativa! ¡A ver quién me para!
Enrique Ponce, que lleva siete temporadas consecutivas toreando más de cien corridas anuales -récord único en la historia del toreo- y que está considerado como el número uno del escalafón por su esmerada técnica, sale a la plaza y la vecina, exultante, radiante de gozo, exclama:
-¡Este si es un torero! ¡Fíjate el pedazo paquete que tiene!-comenta a alguien cercano que ríe-.
-El volumen de los "gíebos" aquí no importa. Aquí lo que hace falta es no tener miedo -le contestan-.
Comenzada la faena con la muleta y antes del cambio de tercio, el vecino, por decir algo más que nada, suelta:
- ¡Baja las manos ahí, cojones!
- ¡Óle! ¡Óle! ¡Qué "gíebos" tienes hijo! ¡Igualito que mi marido! -puntualizó la vecina que es un chorro de verborrea-.
En la suerte de varas, Manolo Quinta Caballero, ante la atenta mirada de Antonio Saavedra, al otro lado de la plaza, clava el hierro en el lomo al albardado un poco trasero y caído, por debajo de la divisa azul y grana que identifica a la ganadería de Pereda -junto con un zarcillo en la oreja derecha y una muesca en la izquierda-.
- ¡Pero hombre! ¡Le está pinchando en la paletilla! ¡ Ya se cargó el toro el vaina este! ¡Ya no hay toro! ¡Será posible! Pide el cambio ¡hombre!, no ves que lo está pidiendo el toro -dice el vecino dirigiendo sus palabras, mitad al público, mitad a Ponce-.
Éste, pide el cambio levantando la montera hacia la presidencia y Mariano de la Viña, Antonio Tejero y Jean Maria Bourret asen pares de banderillas para iniciar el nuevo tercio, que colocarán sin reconocimiento del público, arisco por el desarrollo de lo entrevisto hasta ahora.
Enrique, espada y muleta en la mano sale al ruedo con intención de gustar. No en vano se dice de él que no hay plaza ni ganadería que se le resista, que le da igual un pastueño, un abanto o un alimañas.
Tras los primeros compases, el vecino, inquieto, le espeta:
- ¡Baja las manos ahí, cojones!
Un siseo pidiendo silencio se levanta del entorno como un rumor de viento en una arboleda de chopos. La vecina, a pesar de ser la que más habla -los nervios no le permiten otra cosa-, se suma a la petición:
- ¡Eso! ¡A callarse y a ver los toros que para eso hemos venido!
El vecino, muy inquieto también -parece que hoy nada le satisface-, puntualiza para conocimiento de todos:
- ¡Ponce, tú eres un zorrito también!
El toro, con el puyazo de Quinta Caballero se desangra sin remedio. Un manantial burbujeante de roja muerte, cubre de coágulos sanguinolentos el pecho bajando por la mano izquierda hasta encontrar la pezuña, embadurnada de un grana brillante que contrasta con la amarilla arena.
El narrador, que es la primera vez que va a un festejo taurino, reflexiona en silencio: Esto es una ofensa incuestionable a nuestro Estado de derecho. Es además, en contra de lo que manifiestan los defensores a ultranza, un atentado contra la estética. ¿Dónde está aquí la belleza? Pero, ¿qué clase de gobernantes tenemos? ¿Qué tradición ni qué historias siguen permitiendo se consuman barbaridades de este tipo en la fecha actual? Habría que recordarles - continuaba con su soliloquio - a los defensores de la fiesta -desgraciada palabra para designar semejante tormento a unos animales- que hubo épocas en la historia de la humanidad, en que también se defendieron como tradicionales ahorcar a ciudadanos en plazas públicas, quemar pecadores en piras resinosas, crucificar a disidentes y fusilar en barranqueras sin juicio previo. ¡La tradición! ¡A la mierda la tradición! ¡Respeto hacia los animales es lo que hace falta!, y no tanta monserga y pamplina sólo por el mantenimiento de un voto fácil en las urnas. ¿Cuándo llegará un gobierno en este país que sea capaz de erradicar esta locura colectiva? -se dijo-. Pero esta es otra historia -matizó-, sigamos con el cuento.
El toro, medio muerto, cae una y otra vez indefenso ante el carnaval de pinchazos que le acosan, mareado por los engaños de la cuadrilla, desequilibrado por la escasez de fuerzas en sus extremidades que poco a poco va sintiendo rígidas, con la letalidad introducida ya, sin remedio, en sus músculos que no lo sustentan.
Ponce, insiste en el lucimiento: aún no ha conseguido lo que quiere y ha de extraerlo ¡como sea!, de ese cuerpo agonizante que con la lengua afuera, respirando por la boca, apenas tiene fuerzas para entrar al rojo trapo que engaña y alucina. Anguilas serpenteantes de sangre coagulada cuelgan del animal que nota súbita, muy cercana, la muerte.
- ¡En los pases de pecho lo estropea tó el muchacho éste! -dice el vecino-.
Cuando la tizona brilla ante los ojos abiertos del confundido animal, un señuelo rojo se acerca lentamente por el suelo removiendo la fina arena y, antes de entender qué es éso que camina, un rayo de acero entra en su cuerpo rompiendo a su paso cuanto encuentra y llevándose lejos, muy lejos, el aliento que sostiene la vida. De un momento a otro, dejará de ser. El toro altanero que hasta ahora fue, ha sido pasto de un sacrificio; necrófilo juguete para el solaz de unos pocos.
- La espada está un poquito caía. ¡Al lado izquierdo! Si estuviera en su sitio -dijo el vecino-, el toro habría caío ya del tó.
Como estaba escrito en las conciencias de los presentes y era de prever, el toro besa el suelo, la arena, de la que poco a poco con la descomposición de sus restos formará parte inseparable: puro elemento químico. Pero todavía el toro pudo ver algo más, un cuadrillero -Franklin Gutiérrez-, con una afilada daga en la mano se acercó por su espalda -casi notó su aliento- y con un movimiento vigoroso, nervioso, buscó la raíz de su vida que llegó con un sordo estertor tensándole definitivamente los músculos acompañado, ¡al fin!, por un reconfortante silencio. ¿Era la muerte sólo la ausencia de los sentidos? -el narrador no lo sabía-.
El tercero de la tarde se anuncia con el protocolo correspondiente y, el vecino, deseoso de comentar, se prepara:
- ¡Vamos a ver al niño!
Los primeros muletazos de Julián López Escobar que hace escasos meses tomó la alternativa en Nimes apadrinado por Manzanares, cortó en seco la desabrida carrera inicial del aldinegro.
- ¡Ahí está el niño! ¡Ahí! ¡Ahí las manos! ¡Bién! ¡Eso es arrimarse al toro! -continúa el vecino por una vez satisfecho-.
En el cambio de tercio y antes que Antonio Ladrón de Guevara entre a picar, un subalterno se acercó al toro con intención de muletearlo y el vecino lo fusila:
- ¡Fuera por coño ahí! ¡Déjalo tranquilo, payaso!.
El Juli, después de la suerte de varas, variado y completo en todos los tercios como se viene ganando la fama, decide banderillear él mismo y consigue el aplauso unánime del público.
Después de los dos primeros pares, colocados con provocativas y certeras formas y, antes de tomar las que restan de suerte, la vecina, excitada, vocifera como un cañonazo:
- ¡Viva la madre que te parió! ¡Qué bien te ha salido este Juli, hija! ¡Ni Ponce, ni Litri, ni ná! ¡Que los encierren en la cárcel de Huelva a los dos y le den los toros a éste!
- ¡Tiene al toro acojonao! -dice el vecino-.
Juli, tal como tiene acostumbrados a los aficionados de toda la geografía taurina, incrusta la espada hasta la bola en la suerte de matar. Un mar de pañuelos blancos aparece en los graderíos como palomas atadas por los pies a las manos del respetable.
- ¿Y el rabo cuando lo dan? -pregunta la vecina ante la negativa de la presidencia a concederlo-.
- El rabo te lo ponen al salir. Si no es bajando la escalera, te lo ponen en la puerta -dice el vecino, que ha intimado con ella, que se deja con una mirada lasciva, llevar por una risa floja y complaciente-.
- ¡Si es que no hay toro malo sino tío inútil! -continúa envalentonado el vecino-.
Litri, esperando su segundo y último de la tarde para él, se encuentra parapetado junto con Ponce tras un burladero. Ambos, con las monteras encasquetadas hasta las orejas y ceñudos los gestos. Saben que El Juli les lleva delantera, y es la última oportunidad de triunfar en la feria.
Litri, del que habría que destacar la "entrega, regularidad y honradez en su carrera" -según el manual entregado a la entrada del festejo y que el narrador lee-, consigue, a base de genio y valentía, cuajar una faena a gusto del público que responde con múltiples ovaciones.
- ¡Este toro lo va apretar, verás! ¡Lo está esperando para que se meta en su terreno! -dice el vecino-.
Alguien en la plaza da un grito portentoso pidiendo música. La vecina, incansable, contesta:
- ¡Pues vete a la discoteca!
- A pesar de un pinchazo inicial, Litri triunfa con el segundo. También lo hizo Ponce aunque, según el respetable, alargó la faena nuevamente de forma innecesaria. Antes de acabar con el segundo toro, el vecino le indicó a Ponce:
- ¡Ponce, ése es un toro reservón, verás como todavía pegas la tarascá por encima de los cuernos!
La plaza ahora, ausente de luz natural, se va llenando de sombras, y las luminarias artificiales se encienden. El Juli, y el último de la feria, están en el centro del coso.
- ¡Qué gíebos tiene el niño este! ¡Como carga la muleta! ¡ Esto es un torero! -dice el vecino-.
Juli, sobrado de valentía y hambriento de fama, cuaja una nueva faena que el público agradece y la presidencia premia.
La corrida ha llegado a su fin. Los espectadores del cabezo del Conquero dejan poco a poco el otero que ocupaban. Seguidores del Recreativo de Huelva con camisetas albiazules saltan a la plaza y, no sin reticencias, cargan a hombros a los matadores -cuán si de césares se trataran y, de esta guisa, luego de dar una vuelta al ruedo, los llevan a la calle en volandas-. La banda, los sigue de cerca tocando "Mi Huelva tiene una ría", mientras la noche ha ocupado el entorno de la plaza donde brillan las luces del farolado y los vehículos avanzan poco a poco entre el gentío, buscando espacio para huir del caos generado por la masiva salida del recinto taurino.
Una procesión, un río humano, se encamina a la iglesia de La Merced con ambiente festivo.
Los asistentes comentan la corrida contrastando pareceres de todo tipo. En otro lugar, los carniceros despiezan las reses muertas que se pondrán a la venta mañana. El narrador escucha a alguien irónico que sostiene:
- Mañana se venderán cuarenta o cincuenta rabos de toros y todos serán de esta corrida. ¡Es el milagro de los panes y los peces!
La noche cerrada cae sobre Huelva. Los onubenses caminan sorteando el intenso tráfico desatado tras la lidia, unos hacia el campo de la feria, otros, los más, hacia sus casas.
El narrador todavía tiene tiempo de escuchar a la mujer llenita en carnes, la que tuvo por vecina:
- Pues yo mañana haré un rosbif de solomillo de toro.
Preguntada por otra mujer cómo se hace, contesta mientras camina:
-"Se compra un kilo de solomillo y se le echa cuatro cucharadas de aceite, cebollino picado, perejil, un poquito de estragón, mostaza, un vaso de nata liquida, pimienta molida, agua y sal. La carne se ata con una cuerda.........".
Mientras la vecina se aleja contando suculencias culinarias, el narrador camina en silencio perplejo por el espectáculo.
La corrida ha finalizado. La calma ha vuelto a la plaza. El rito de sangre y muerte ha dejado satisfecho al público que lo reclamaba, -piensa el narrador antes de perderse por las calles, ahora más despejadas de la capital onubense, con un sentimiento de culpa indefinida agazapada en el alma-. No sabe por qué, al pensar en los toros, le viene a la mente una frase de Lorca: "Sus ojos, infinitos y tristes, como los de una bestia recién nacida, sueñan lirios, ángeles y cinturones de seda".
¡¡¡Pero bueno!!!, ¡qué morrazo! Se ha pasado usted seis plaza, seis. No me dirá ahora que está usted en contra de las corridas de toros, porque si es así -que no lo creo en absoluto, basándome en la ingente cantidad de datos y tópicos taurino-canallescos que ha tecleado usted para mayor sadismo de quienes lo hayan leido entero (yo no, por supuesto)-, tendrá que ser usted bastante masoquista, ¿no?
Con todo cariño le digo que este artículo perorata de las mulillas, me ha parecido extremadamente deleznable. Taurina y animalistamente incorrecto del todo. Un pedazo de bodrio, vamos.
Esperon que el próximo lo dedique al fútbol. Saldremos ganando. Aunque sea también de penalty.
¡¡¡¡¡¡¡Litri NO, LITRONA SÍ!!!!