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(Sin luces) de Ana Román Peña

Muchas veces se preguntó qué hacía allí. Por qué una y otra vez volvía al mismo sendero, a la observación penitente de similares caras, de manidos idénticos lugares aunque en espacios diferentes. En esos redundados eventos, las luces del entendimiento se rompían como papeles de colores marchitos mientras una lluvia de algodón, gélida como la madrugada, amortajaba las sensaciones convirtiendo su ser en una esponja húmeda a la que no es posible inocular más agua: la fuente de la vida.
Las pocas veces que se reconocía -mientras volaba una y otra vez en oníricas casi pasiones- sabía que se malgastaba, que se menospreciaba, que rondaba su vida como quien busca un camino en el desierto pero sólo encuentra frías y distantes luces estelares: corazones podridos que huelen a nostalgia y pesadumbre. Poco a poco se despedía de sí misma. Cada remonte del vuelo finalizaba en una madrugada de llanto. Sentada sobre los restos de despedidas sin adioses ni bendiciones, encaraba cada vez más el túnel sin retorno hecho a la medida de su existencia.
La ruleta de la vida -llena de encrucijadas infinitas, de polvos blancos, de agujas como espadas- petrificaba su cara surcándola de fantasmas coriáceos, de risas heladas que rotan sin cesar -como fantasmas olvidados en un tiempo sin tiempo: que sin embargo se escapa-. El olor de épocas pasadas, la dicotomía de ternuras y rencores se acunan ahora en el tiovivo del deseo, en la presencia de lo imposible, en el vacío sin sombra, en la nada; en el detritus de lo que fuimos que nos acerca al Adiós definitivo. Polvo por el polvo destruido.
La tristeza de la noche sin fin no permite otear ahora las luces de otros tiempos. Los recuerdos se esconden en los mismos inaccesibles lugares en que los muertos guardan sus secretos. Antes de expirar, sueña con un mausoleo blanco que se le antoja ser un caballo níveo de alas de cristal de bohemia. No hay ya luces, ni eventos; no hay lazos de colores ni carruseles; no hay olores ni tristezas. Cuando ella murió en vida, de ella emergió la muerte. Alguien, ingenuo, colocó un clavel sobre el despojo de su recuerdo. Poco a poco el clavel se extingue, como los pétalos de un nacarado jazmín que después de esparcir su fragancia por unos días, es recogido por la barredora municipal y enviado a la basura.

(¿Qué caminos transitas, "enmarañada red de pensamientos irreales"?)