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Sin lágrimas para llorar (2014)


Llegué a este país persiguiendo un sueño. El tiempo confirmó que las quimeras no tienen por qué hacerse realidad, que sólo son armas de las que nos dotamos para afrontar la dureza del mundo en que vivimos, ese que nos maltrata constantemente hasta aniquilarnos.
Dejé en mi tierra todo lo que interesa: familia, amigos, lazos culturales, sabores, colores... Sólo me traje lo puesto. Con el paso de los días -he tardado casi tres meses en llegar- he comprobado que conmigo viajaba algo más: una añoranza profunda, una pérdida irreparable imposible de satisfacer en lugar alguno sea lo que fuera que me viniera a reportar el destino.
Cuando embarqué en la patera que me trasladó a España, después de haber ahorrado por cinco años para abonar el viaje, subí a ella todas las ilusiones que puede acumular un hombre que ha de mantener una familia numerosa y no encuentra en qué lugar hacerlo. Mis anhelos y esperanzas se perdieron en el mismo bote en que crucé el negro estrecho que separa Marruecos de España. El trato que recibí en la barca me hizo pensar en lo que otrora debió ser el comercio de esclavos que sufrió África durante siglos y que ha durado hasta hace bien poco. Luego, ateridos y agarrotados por la humedad y masticando sal yodada, varamos en un lugar desconocido de ese inmenso misterio que es para nosotros Europa. Ese lugar en donde la gente puede comer, interludio necesario para aspirar a la felicidad. El enlace previsto que debía recogernos en la playa y trasladarnos a un campo de trabajo en donde plantaríamos fresas no estaba allí para recibirnos. El armador, una vez que salimos de la barca, enfiló la proa hacia la costa africana como si le persiguiera el diablo. Dejó a treinta y tres personas, muertas de miedo, cada una con su ropa seca en una bolsa de plástico, buscando un lugar donde cambiarse la indumentaria mojada por el abrazo negro y continuo de las olas durante la travesía y los nervios enquistados en cada poro del cuerpo. A nuestro alrededor se adivinaban médanos semejantes a las montañas de arena existentes en el Sahara y que, no hacía tanto, yo había transitado. Pude escapar de la arena y el sol, y parecía también haberme salvado del mar y la oscuridad de la noche.
No conocía a nadie de los que viajaron conmigo ni crucé palabra alguna durante el trayecto. Mis acompañantes se agrupaban al calor de la lengua y sus ojos reflejaban una mezcla de terror y esperanza que hacía que la poca luz existente fuera absorbida por ese lugar del cuerpo. Eran de diversas edades... incluso, había un niño de pocos meses que una señora arropaba sobre sí, como para defenderlo de las adversidades del mundo, y del miedo, de su propio miedo: ese pavor que manifiestan las madres ante los peligros que pueden afectar a su prole.
Dado que el contacto no se hacía presente en la playa, empezaron a crearse corrillos auspiciados por el idioma, la afinidad o el interés. En voz baja, cuchicheando, se tomaban decisiones sobre qué camino emprender. Yo decidí mantenerme al margen y terminar de cambiarme tras unos juncos en donde dejé enterrada la ropa húmeda con que había realizado el trayecto.
Mis acompañantes, en grupos de tres o cuatro, principiaron a caminar a izquierda o a derecha de la playa, persiguiendo las luces que titilaban a lo lejos como si fueran faros de salvación tras los cuales se encuentra la vida. El propósito de todos no era otro que alcanzar, antes del amanecer, algún núcleo urbano donde recluirse y aprovisionarse de algún comestible, para, desde allí, arreglárselas como pudieran para encontrar la finca a la que debíamos llegar.
La mujer que acurrucaba al niño de pecho fue rechazada por todos y regresó al lugar donde me hallaba. Tendido sobre la arena, y mirando esta luna llena de Europa que cegaba mi pensamiento, a pesar de ser la misma luna que veía en mi poblado todas las noches, sentía, en una euforia desmedida, que ella me enviaba ocultos destellos de gracia por estar donde estaba: donde siempre fantaseé que debía estar. La mujer me dijo, mientras descubría al chiquillo para que lo viera, oculto hasta ahora entre ropajes, que nadie la quería en su grupo por temor a que su hijo llorase y pudieran ser descubiertos. Con lágrimas en los ojos rogó que la dejara estar conmigo, que haría lo que dijera; que si la ayudaba, si me apiadaba de ella, su marido, que estaba en un pueblo no lejos de aquí, me ayudaría a encontrar trabajo si no podíamos llegar al campo de fresas. Juraba por Alá ser cierto lo que decía. Con una flexión de cabeza y sin pronunciar palabra, asentí, viendo cómo un torrente de agradecimiento se resbaló por su cara plateada por la luna. El niño, como para decir algo también, empezó a llorar mientras ella lo acunaba entre los brazos e intentaba calmarlo.
Mientras Baruk -que así se llama- daba el pecho a su retoño un poco retirada de mí, le expliqué que esperaríamos un poco más por si el enlace se hubiera retrasado por alguna causa extraña.
Pasado un rato y ante la mirada inquisitoria de Baruk, que esperaba mis indicaciones, decidí caminar contra todo pronóstico tierra adentro. Esperaba que, en caso de que la guardia localizara a los otros, realizarían la búsqueda por la costa, en ambos sentidos, pero nunca hacia el interior, hacia esas montañas de arena que eran una barrera natural y debían ser intransitables para los vehículos.
Debían quedar para el amanecer unas dos horas. El lugar por el que caminábamos -Baruk siempre tras de mí, susurrando cosas al niño cuando hacía por llorar- era una cadena de interminables dunas, conformada a lo largo de siglos por el empuje poderoso de la mar y ayudada en su errático deambular por el caprichoso viento procedente del interior de la misma. Esa fuerza ingobernable había ido arrastrando hacia el interior, hacia donde nos internábamos, colosales montañas que enterraban a su paso frondosos pinares y todo cuanto a su paso le servía de obstáculo. Transcurrido no puedo imaginar cuánto tiempo, me percaté de que las dunas dejaban al descubierto, una vez que pasaban por encima de alguna masa forestal, en una especie de corrales naturales, infinidad de crucetas de árboles muertos como testigos mudos del potencial de la naturaleza.
Cuando llevábamos un buen rato subiendo y bajando montañas de arena, encontramos un sendero en el que, una serie de hendiduras paralelas, de rodadas uniformes, revelaban el tránsito de vehículos por la zona. Decidí seguirlas de inmediato porque a algún lugar habitado habrían de llevarnos. Cuando la luz azuleaba a blanco, augurando una mañana sin nubes, vislumbramos, al coronar un médano, un edificio cercano encajado entre dos montañas de arena. Con gestos rápidos y nerviosos, le indiqué a Baruk que se agachara y que cuidara de que el niño no llorase. Caminando despacio, arrastrándome casi por el inmenso mar de tierra, que no obstante aligeraba su topografía cuando me acercaba a la casa, fui, de forma cautelosa, atisbando sus límites y comprobando si existía algún signo de vida en los alrededores de la misma. Cuando restaban no más de cien metros para llegar a la linde de la misma, dos perros comenzaron a ladrar como si hubieran visto al demonio. Decidí regresar, corriendo, al lugar en que dejé a Baruk y a su hijo. Los localicé por el llanto del niño. Antes de llegar al matojo de aulagas tras el que estaban escondidos, escuché el ruido de un motor, del motor de un coche aproximándose. Sin mirar atrás, sin ganas de ver siquiera a mis perseguidores, sin fuerza alguna, me paré, me hinqué de rodillas y enfrentando al mar que nuevamente estaba a la vista, lloré de impotencia insultando al Dios que todo lo sabe y que nos hizo venir hasta aquí para nada.
Entre los gritos del niño y los lamentos de Baruk, oí que alguien decía:
-¡Ponles las esposas, estos son los que faltan!
Escribo esto en un lugar llamado Palacio de Doñana, según reza en la puerta por la que nos han introducido en el edificio. Desde la habitación en donde nos encontramos y a través de una ventana enrejada, he podido observar cerdos salvajes y ciervos, muchos ciervos que pastan con tranquilidad cerca de la finca. También he oído decir a los guardias que nos capturaron que mañana nos trasladarán a otro lugar para proceder a nuestra repatriación. Baruk es un mar de lágrimas; el niño, inconsciente de lo que nos está pasando, calla y duerme recuperando la calma perdida durante días; yo, yo ya no puedo llorar, no me quedan lágrimas.
Paco Huelva
Febrero de 2014
archivado en:
yago55
yago55 dice:
28/02/2014 21:08

Mi querido Paco: No te falta razón de ese ser humano ¡pero deberías contar la otra cara de la moneda,ese ser humano, viene dirigido por una mafia, una vez llegado a tu tierra lo explota un sin vergí¼enzaque no declara a este ser y a otros se enriquece a costa de ellos, y luego dicen que hay paro en An-dalucia, este ser va a la S.S. y le atienden como ser humano; pues como este, hay miles en España, con un coste para S.S. muy elevado, y no contribuyen alas arcas del Estado, atascan las listas de espera ademásen detrimento de la asistencia a los pacientes, que si pagan su S.S.! ¿ Quien tiene la culpa, el sinvergí¼enza, el Estado o nosotros los ciudadanos? P.D. Paco te cuento esto, por que mi esposa trabaja en un ambulatorio es A.T.S. Paco, déjate de lagrimas,hay muchos de estos seres, que cuando dejan su país, no es solamente por el hambre, si no por problemas con la justicia de sus países ------- y problemas muy severos.un saludo Santi