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Segundo piso, izquierda (2014)


Todo ocurrió por la maldita ventana. Si esa oquedad, esa falla en la verticalidad manifiesta del edificio, esa ausencia de estructura que permitió la intromisión en un espacio ajeno no hubiera estado allí, justo allí donde se me pegaron los ojos y no hubo fuerza capaz de apartarlos, no hubiera pasado nada.
Pero allí estaba y allí sigue, cualquiera puede comprobarlo.
Las cosas ocurrieron tal y como voy a relatarles. Debo decir, antes de comenzar con esta historia, que lo hago por dos razones: la primera, por comprobar si contándola... si relatando lo que ocurrió en aquella tarde y madrugada que pasé en Alfaqueque antes de ser enviado a Soria, puedo olvidar los sinsabores por los que me he visto obligado a transitar. También, porque, como consecuencia de aquello, he sido despedido de la empresa en que trabajaba por no cubrir objetivos; mi mujer y mis hijos me han echado de casa y andan pidiéndome el divorcio; he tenido que buscarme una habitación en una fonda de un pueblo de otra provincia donde nadie me conoce; y, sobre todo, porque me siento solo y perdido, muy solo; como arrastrado por un huracán enajenado que me llevará en volandas el tiempo que me reste por vivir. Un tiempo venidero que yo había programado de manera estable y que, ahora, malicio incierto y negro como boca de lobo.
Por eso, porque no tengo otra cosa que hacer sino recordar lo que me ha llevado a esta desgracia, he decidido escribirla como si fuese un cuento: algo ajeno a mí y a mis intereses. Como si fuera una quimera gestada en la sesera calenturienta de algún escritor, esos otros atormentados seres que, un día tras otro, presentan sus creaciones a concursos literarios o escriben, sin más, porque tienen esa perentoria necesidad y no realmente, como es mi caso, por el hecho de intentar convertir en ficción una etapa negra de la vida que, a día de hoy, aun no sé cómo acabará ni el impacto que tendrá en lo que seré el tiempo de existencia que me reste.
Empezaré a contar lo ocurrido tal como sucedió, cuatro horas después de haber sido detenido por una pareja de guardias. Éstos me dieron el alto cuando me largaba del hotel en donde había hecho una reserva para ese día. Por cuestiones que se intentarán explicar, no pasé la noche en dicho establecimiento. Los agentes que me detuvieron me esposaron como a un delincuente y me llevaron a empellones hasta el cuartelillo...
-Yo he venido a Alfaqueque por cuestiones de trabajo y no a meterme en problemas. Y también es verdad que nunca había estado aquí ni conocía a nadie... Por mucho que me atosiguen, no podré decir más de lo que ya he confesado varias veces.
>>Mire, yo soy una persona casada, con una familia a la que mantener y no me meto en problemas. Usted puede mirar donde quiera, que no encontrará cosa alguna de la que avergonzarme. Por eso me apura estar aquí... detenido, o retenido como dicen ustedes, que yo no sé qué es.
>>Llevan tres horas haciendo indagaciones sobre el asunto y mientras tanto, aquí estoy yo, en este cuartelillo, sin poder marcharme a casa que es lo que deseo y olvidarme cuanto antes de esta historia que me tiene enredado.
>>Ya les he contado montones de veces lo que pasó hasta donde sé y nada más puedo aportar, de nada vale entonces que me repita, digo yo>>.
-Empiece a contarlo todo otra vez, desde el principio ¡vamos!, -dijo uno de los guardias, el del bigote.
-Pero cómo que otra vez, si cada vez que les digo lo que ocurrió, ustedes no se quedan satisfechos y encima me sueltan un guantazo sin venir a cuento ¡hombre!
-Le he dicho que suelte el pico y cante de una vez la gallina. Quiero saber exactamente lo que ha pasado esta noche, ¡venga y no me toque más la moral, que ya sabe lo que hay!
-Bueno, bien, bien... ya empiezo otra vez, no se ponga usted así. -dijo el detenido al ver que el del bigote se le echaba encima de nuevo con la mano abierta.
Con un suspiro de resignación, Candelario de la Corte, maestro de escuela sin oposiciones y empleado de una cadena comercial por necesidades alimenticias, empezó a repetir lo dicho hasta ahora.
-¡A ver si ahora puede ser...! ¿Nombre? -dijo el otro guardia.
-Candelario de la Corte Macías.
-¿Profesión?
-Maestro de escuela.
-¿Y qué estuviste haciendo con Graciela, enseñándole a leer, gracioso? -dijo el del bigote.
-¡Cállate! -gritó el otro guardia al del bigote.
-¡Cállate de una puñetera vez, quieres! -Reiteró, mirándolo con aparente seriedad.
-¡A ver, Candelario, sigamos! ¿Cuándo llegó al pueblo? -Llegué sobre las siete de la tarde al hotel, ya lo he dicho.
-¿Confirma usted, Candelario de la Corte, que preguntado por el agente 392 sobre si conocía a la difunta Graciela Mayo Tejeral, usted manifiesta que no?
-¡Sí, ya les he dicho que no la había visto en mi vida!
-¡Bien! ¿Cuándo la vio por primera vez?
-Cuando me instalé en el hotel, que la hora de llegada puede confirmarla con el recepcionista que estaba...
-¿Y si la mataste antes de llegar al hotel y quieres que eso te sirva de coartada...? ¡Gracioso! -gritó el del bigote.
-¡Te quieres callar de una puñetera vez, González! -dijo el otro guardia.
-¡Siga, Candelario!
-Cuando subí a la habitación que tenía reservada, coloqué las cosas y me di una ducha. Después... encendí la televisión para hacer algo de tiempo antes de cenar y luego, en un momento dado, abrí la puerta que da a la terraza y la vi asomada en la ventana que hay frente a la misma.
-¿Estabas desnudo, maestrito? -preguntó González.
-No, no estaba desnudo, y además... ¿eso qué importa?
-¡Contesta a la pregunta! -dijo el otro guardia, apoyando ahora al del bigote.
-No estaba desnudo, estaba en calzoncillos.
-¡Bien! Entonces... estamos en que te duchas, enciendes la tele y sales al balcón en calzoncillos ¿no? -preguntó el agente 392.
-¡No, no! Yo no salí al balcón en calzoncillos. Yo despejé las cortinas y abrí la puerta de la terraza en calzoncillos, pero no salí a la misma, agente.
-¡Vale! ¿Y luego qué pasó?
-Entonces vi a Graciela en la ventana, mirándome fijamente.
-¿Y cómo sabías tú que se llamaba Graciela, listillo...? -dijo González.
-¡Pues porque ella me lo dijo luego, por qué va a ser!
-¿Y por qué nos tenemos que tragar nosotros eso, porque tú lo digas? -continuó González.
-¡Espera, espera! ¡Sigue por donde ibas, Candelario! -dijo el 392, levantando la palma de la mano en dirección a González para que se callara.
-Pues nada, que me asomé a la ventana cuando abrí la puerta de la terraza y allí estaba esa mujer, mirándome fijamente y con una cara como pidiendo guerra.
-¡Cuidado con lo que dices, maestrito, que está de cuerpo presente en el tanatorio...! La han matado de un golpe en la cabeza y tú has estado en su casa esta noche ¡eh! ¡Cui da do! -gritó González, moviéndole el dedo índice con energía ante los ojos.
-Perdonen... no quiero ofender a nadie. Soy consciente de lo difícil de mi situación, pero les aseguro que soy inocente. Nada tengo contra esa mujer, si acaso, siendo sincero, sólo debería mostrarle agradecimiento. Si no estuviera muerta, si no se hubiera agriado esta historia de esta manera, les aseguro que la recordaría toda la vida como lo mejor que me pasó. Ahora, sin embargo, aquí estoy, metido en un lío del que no sé cómo voy a salir...
-¡Vale, vale! ¡Siga contando por donde iba, Candelario...! -dijo el 392.
-Pues, lo que les decía... Esta mujer estaba en la ventana, mirándome y fumando un cigarro. Yo no fumo, pero por mi trabajo llevo siempre dos paquetes en el maletín: uno negro y otro rubio. Así que, viéndola en esa forma en la que estaba en aquella ventana, que estaría a unos quince metros de la mía, entré en la habitación y me puse unos pantalones. Cogí un paquete de tabaco y un mechero del maletín, salí a la terraza, y me apoyé también en la balconada, a mirarla. ¿Qué iba a hacer, si no?
-¡Siga!
-Pues eso, que me puse a observarla... Entonces ella, mirándome fijamente, dijo:
-¡Estabas más interesante antes que ahora!
-A mí nunca me había pasado una cosa de éstas. No soy un hombre lo que se dice... echado palante; pero, cuando esta mujer dijo aquello, se me empezó a derretir el cuerpo y me entró como una aceleración que no puedo explicarles, mire usted.
-¡Siga con la cronología de los hechos y no se me pierda en filosofías, maestrito! -dijo González.
Candelario le miró, harto ya de tanta presión, y fue a decir algo, pero solo le salió un largo suspiro. Por lo que continuó hablando...
-El caso es que, después de que ella dijera aquello, que me dejó aturrullado por completo, sólo se me ocurrió contestar:
-¡Pues si le apetece me cambio de nuevo!
-No eres capaz -dijo enmelando los ojos.
Candelario se quedó mirándola, abobado, como si hubiese observado un ángel o algo así.
Ella, al rato, y a la vista de que Candelario nada decía, continuó:
-¿Qué pasa, te da vergí¼enza desnudarte ante una mujer o qué?
A Candelario este comportamiento le pareció un juego de adolescentes. Pero él fue el primer sorprendido cuando, pese al azoramiento que no le permitía soltar palabra alguna, se retiró con decisión al centro de la habitación y, enfrentando la mirada burlona de la mujer, se quitó no sólo los pantalones sino también los calzoncillos, de golpe, de un tirón. Se quedó ante ella como vino al mundo.
-¿Y tú que hiciste? -le preguntaron de nuevo.
-Pues me desnudé en la habitación.
-O sea ¿que te pusiste en pelotas en la ventana?
-He dicho que estaba en la habitación, y sí, me puse en pelotas, sí.
-¿Y qué hizo Graciela luego?
-Pues ella, cuando me hubo mirado un rato, dio un par de pasos hacia atrás y comenzó a desnudarse también... ¡Les podrá parecer mentira, pero esto fue literalmente así, como les digo! Miren, si a mí un cliente o alguien me cuenta una milonga como ésta... así, sin más ni más, yo le diría que es mentira, que esas cosas no ocurren ni en las películas sin argumento ¡pero ocurrió así! ¡Exactamente así! ¡Y como así fue, así lo digo!
-¡Continúe, Candelario! -dijo el 392.
-Pues ella se desnudó por completo también y, en un momento dado, desapareció de mi vista.
Ahí, justamente ahí, cuando Graciela dejó de estar en la ventana y se perdió en las ocultas interioridades del edificio, Candelario estuvo a punto de cerrar la puerta de la terraza, echar las cortinas y olvidarse de aquella tía salida, o loca, o ambas cosas a la vez, que lo traía desquiciado perdido.
Pero si hubiera hecho eso, que es lo que tenía que haber hecho, hoy no podríamos estar narrando algo parecido a un cuento que mantiene entretenido, por esas cosas de la literatura y del esfuerzo del ser humano ante las adversidades, al personaje principal del mismo, en una aldea donde nadie le conoce y a la exclusiva espera de un juicio que no acaba de llegar.
Sin embargo, cada día que pasa, Candelario está menos preocupado.
El único temor que tiene y por el que se le pega la camisa al cuerpo, es la molestia que le producen esos perros con cámaras que se mueven como un tipo de serpientes ciegas, cuyo nombre no recuerda, pero que cazan a sus inocentes víctimas al notar en su bífida lengua el calor que trasmiten sus cuerpos. En este caso, el motor de búsqueda de esos nuevos ofidios, que portan cámaras de todo tipo y chaquetas de muchos bolsillos, es el morbo que provoca la desgracia ajena. De eso viven, sólo de eso. Ellos y los grupos mediáticos que les pagan.
Pero, como era de prever, Candelario no hizo lo que debía sino lo contrario. Se quedó escondido tras la cortina, desnudo y asomando la cabeza de vez en cuando por si ella aparecía de nuevo. ¡Y apareció! Apareció con un folio en la mano, donde, a pesar de la distancia, se podía leer con soltura: SEGUNDO PISO, IZQUIERDA.
En un momento dado sonó el teléfono en el cuartelillo y lo cogió González. El 392 dejó de preguntarle y principió a observar a su compañero, tratando de imaginar a través de las respuestas que daba qué cosas le decían.
Cuando colgó, le preguntó:
-¿Qué pasa?
-Que han localizado al alcalde.
-¡Hombre, menos mal! -dijo el 392.
-¿Y dónde estaba? -continuó, enfrentando la mirada de González.
-Luego te lo explico. Vamos a terminar con la declaración... ¡Vamos tú, sigue! -le dijo a Candelario.
-Pues, Graciela, pasado un momento, me hizo alguna seña más de que fuera y, guiñando un ojo, cerró la ventana y ya no la abrió más. Yo estaba temblando como un flan y como aquejado de una aceleración que no recordaba haber tenido en mi vida. Empecé a dar vueltas por la habitación, asomándome de vez en cuando por si aparecía, y, visto que no, me di una ducha rápida, porque estaba sudando la gota gorda, me vestí y bajé a la calle. No me fue difícil localizar el portal de la casa, estaba casi bajo la ventana. Luego de varias indecisiones que disimulé haciendo que paseaba calle arriba y calle abajo, me atreví por fin a llamar y pulsé el portero automático.
-¿Sí? -dijeron.
-¡Sí! -contestó Candelario, porque no le salió otra cosa.
Unos segundos después, se escuchó el ruido de la apertura automática dejando expedita la puerta. Candelario optó por no tomar el ascensor y comenzó a subir la escalera con el corazón a punto de estallarle.
Cuando llegó al rellano del primer piso, se paró, inspiró y espiró varias veces agarrado a la barandilla metálica, como para intentar calmar la ansiedad que lo traía desgobernado, y cargado con la retranca de deseos que se le habían acumulado entre pecho y espalda, inició el tramo de escalera que quedaba hasta el segundo piso.
Cuando enfrentó la puerta indicada por Graciela, sin dudarlo ya y auspiciado por un impulso irrefrenable, llamó al timbre con decisión.
La estridencia del mismo resonó en sus oídos como la sirena de un barco cercano. Tenía pensado decir, si no era ella quien abría, que se había equivocado de puerta, o de piso, que le perdonaran. Pero, la sorpresa con que se encontró no la hubiera esperado nunca.
Alguien descorrió la veladura del ojo existente al otro lado de la madera, que se iluminó un poco con la luz del interior de la casa y, luego de mirar por la misma, abrió un par de cerrojos chirriantes y lo dejó pasar.
Lo que vio cuando se cerró la puerta le dejó fuera de juego y como a punto de venirse al suelo. Si hubiera podido salir corriendo hacia algún lugar donde esconder la cabeza y pensar que todo había sido un sueño, lo habría hecho. Porque, quien le abrió la maldita puerta del SEGUNDO PISO, IZQUIERDA fue una monja.
-¡Continúe, Candelario, no se me ensimisme! -dijo el 392.
-Luego de decir ¡sí! en el portal del edificio, que es lo único que se me ocurrió, abrieron la puerta y subí al segundo piso. Llamé y me abrió una monja.
-¿Otra vez con la historia de la monja, Candelario?
-¡Sí, una monja, coño! ¡No me miren así! ¡Lo he dicho no sé cuántas veces! Quien me abrió la puerta fue Graciela vestida de monja ¡ya está!
-¡Y dale con la monjita, maestrito! O sea, que nos quieres hacer tragar por gí¼evos que quien te abrió la puerta fue Graciela vestida de monja ¿no? Pero... ¿tú eres tonto o qué? ¡So imbécil! -dijo González mientras le soltaba otro trallazo que casi lo tira de la silla.
-¡Y qué quieren que les diga, cojones, una mentira! ¿Eso quieren? ¿Que les mienta...? -gritó mientras el 392 agarraba por la espalda a González, que era como una máquina de soltar guantazos y patadas y lo sacó a empujones de la habitación.
Luego de un rato en que el 392 estuvo calmando a la fiera de González en alguna habitación contigua, el 392 entró de nuevo y, como para relajarse, soltó una ringlera de tacos en voz alta que hicieron temblar el edificio y, por supuesto, apabullar del todo a Candelario que se arrugó aún más en la silla, por si acaso éste le soltaba también alguna prenda.
Con un ojo en la puerta por donde había sacado a González y otro puesto en Candelario, al que miraba con desesperación, el 392 se bebió dos vasos de agua de un tirón y se sentó nuevamente en la mesa.
-Mire, Candelario, esta es su historia y su vida, y le diré que ambas cosas me importan un pimiento. Estoy cansado de esta guardia. Muy cansado. A partir de ahora, Candelario, voy a escribir en el atestado lo que diga, sin andar con más inquisiciones ni rodeos. Entre otras cosas, porque me da tres cojones lo que le pase a usted. Si se lleva un año, dos o treinta y dos en la cárcel, me la trae floja. Pero quiero decirle que este asunto que cuenta no se sostiene por lado alguno, se lo digo desde ahora. ¡Está usted en un lío y gordo! Hay una mujer muerta, que es ni más ni menos la hija del alcalde de este municipio. En la casa donde se encontró el cadáver de Graciela, se halló también su cartera, que, según usted, se le debió caer cuando estuvo allí invitado por ella de la estrambótica forma en que dice que lo hizo. Y encima de todo, usted se empeña en decir que Graciela le abrió la puerta vestida de monja, y además, que le hizo ponerse un traje de obispo antes de que se acostaran juntos. Pero... ¿tú crees que en este pueblo somos tontos o qué? Mira, te diré lo que haremos. Yo no voy a preguntar más. Tú dices lo que te salga de la entrepierna, yo lo escribo, te encierro en el calabozo, y mañana te pongo a disposición judicial junto con la declaración que hayas hecho ¡vale! ¡Así que hala, a cantar!
Candelario, quien desconocía que Graciela fuera hija del alcalde por habérsele ocultado hasta ahora, comenzó a dudar de que fuera a salir bien parado de este asunto. Cabizbajo y pensativo, empezó a comprender incluso el nerviosismo de González. Pero ¡qué iba a hacer! No iba a confesar otra cosa que no fuese la verdad.
Con gesto serio, miró al 392 y afirmó con la cabeza, como dando a entender que estaba de acuerdo y que se pusiera a escribir. Así al menos podría irse al calabozo y aprovechar para reflexionar sobre el lío en que andaba metido.
Candelario terminó la declaración agotado por el trasiego de la dichosa noche, y el 392, después de leérsela y hacerle firmar en todas las páginas de la misma, lo encerró en un calabozo tras de quitarle la correa, el reloj y los cordones de los zapatos.
Pasó la noche sin poder dormir, echado en un jergón mugriento y zarrapastroso.
Cuando parecía al fin que iba a ser tentado por Morfeo, se escucharon pasos en la cámara de acceso a las celdas y aparecieron dos personas: un guardia que no había visto hasta ahora y un individuo de corbata y chaqueta que dijo ser su abogado de oficio.
Ante los mismos, ratificó sin más lo dicho en la madrugada pasada y lo volvieron a meter en el cuchitril de donde lo sacaron. Antes de eso, su abogado, una vez que conoció el asunto, manifestó con preocupación que sería difícil alegar en su favor con las cartas que estaban encima de la mesa. Que fuera inventando una coartada seria, o rezando para que apareciera algún otro acusado a quien cargar el muerto; mejor dicho, la muerta. -dijo con media sonrisa cínica.
Un tiempo después, difícil de calcular porque no podía mirar en lado alguno la hora y el calabozo no poseía ventana con la que orientarse sobre el paso del sol, una pareja de guardias con metralletas lo introdujeron esposado en un furgón y enfilaron los tres el camino del juzgado.
Allí, en una pantomima en la que ni le preguntaron siquiera, y en la que habló en su nombre el abogado, una jueza con cara de pocos amigos y de mirada firme y retadora decretó como medida cautelar su encierro en la prisión de Soria.
Puestas las cosas como estaban, Candelario decidió llamar a su familia para contarles la situación. La conversación con su mujer no tuvo desperdicio alguno, pero, al narrador de esta historia, que ya se ha dicho que es uno de los personajes utilizados en la trama de la misma, no le apetece entrar en detalles íntimos y prefiere dejarlos a la libre interpretación de cada lector.
Al entierro de Graciela Dorantes de la Serna, que así se llamaba la finada, acudió el obispo de Orihuela, que ofició la misa. También personalidades políticas y de otros ámbitos de la sociedad, dado lo reprobable del caso y la magnitud que el mismo había alcanzado en la prensa nacional.
Incluso, la presidencia del Gobierno envió un telegrama de pésame que fue aireado en lo posible, como alivio para la consternación social que la muerte de esta joven de veintisiete años había supuesto.
Por lo que pudo ir conociendo en la prensa y en los medios audiovisuales en los días posteriores a su detención, Candelario fue enterándose, con cierto alivio, de que las investigaciones judiciales y policiales le iban siendo favorables. Estaban siendo interrogadas, unas como imputadas directas y otras como testigos de cargo, una serie de personas del entorno cercano a Graciela. Pero lo que más sorprendió a Candelario, fue que detuvieran al alcalde de Alfaqueque, al padre adoptivo de Graciela. Tampoco le dejó indiferente que la jueza hubiese tomado declaración, en el propio Palacio Episcopal, al obispo de Orihuela.
Porque las detenciones de un vecino del edificio en que residiera Graciela, casado y con tres hijos, con quien al parecer la finada mantenía relaciones asiduas, y del concejal de deportes del ayuntamiento que hasta ahora rigiera su padre, que había sido relevado del cargo, parecían estar dentro de la normalidad. Pero, el obispo y el padre ¿por qué eran interrogados? Eso no le entraba en la cabeza a Candelario.
Los medios, que todo lo bichean por ver si aciertan en algo, decían, en una verdadera orgía de letras sobre el tema, que el obispo de Orihuela, quien como sabemos ofició el entierro de Graciela, era el padre de la misma. Que la muchacha había nacido a raíz de un asunto de faldas que el obispo había tenido en el pasado y que, además, su padre adoptivo, el alcalde de Alfaqueque, no era ajeno a los pormenores del asunto.
Fuese como fuere, Candelario fue puesto en libertad, debiendo presentarse todos los días en el cuartelillo del municipio donde fijara su residencia, hasta que se celebrase el posterior juicio.
Candelario, después de aquello, fue abandonado por su familia, que decidió no mirarle más a la cara, y se hospedó en una tal fonda La Horquilla situada en un pueblo que el narrador desea ocultar.
Los medios, como suele ser habitual en este tipo de desgraciados entuertos, convirtieron primero a Candelario en un asesino sin moral alguna, digno de los mayores castigos y para el que solicitaron en tertulias infinitas y tediosas que la ley le fuera aplicada con el máximo rigor y sin consideración alguna, para... después, aclarada ya su aportación a los hechos, y cuando se fueron conociendo más datos fehacientes, tildarlo sólo de un depravado que mantuvo relaciones con Graciela Dorantes de la Serna.
Además, para no enmendar del todo lo dicho sobre él en infinitas horas de radio y televisión, así como en multitud de páginas de periódicos y revistas que hicieron el agosto a costa de su desgracia, le añadieron el soniquete de que era un habitual en los locales de alterne; que frecuentaba esos lugares con total impunidad escudado en los viajes que debía realizar dada su profesión de vendedor. Que por algo mantuvo relaciones con ella la noche de autos... que esas cosas nunca vienen solas... que se buscan... que no aparecen así como así. En fin, le colocaron a Candelario el sambenito de depravado. Pasó a ser un individuo que sólo vivía para satisfacer las extrañas inclinaciones sexuales de las que gustaba y a las que estaba enganchado.
Candelario, en su albergue, dedicado sólo a pensar en la maraña en que andaba preso, se fue enterando poco a poco de otras cosas...
De cómo el alcalde de Alfaqueque, viudo como se sabe, y al parecer con propensión a la promiscuidad de toda la vida, mantenía relaciones carnales con su hija adoptiva Graciela Dorantes de la Serna desde hacía años.
También afirmaban que ambos eran proclives a utilizar elementos fetichistas en sus juegos amorosos. Que Graciela había nacido en un hospicio de Buenos Aires donde fue entregada por algún desconocido. Que el hasta ahora obispo de Orihuela, estuvo destinado en Argentina realizando su labor pastoral durante muchos años. Que por mediación suya, Gaspar Gómez Hurtado, hasta hace poco alcalde de Alfaqueque, y su mujer, que falleciera de una apoplejía repentina hace años, adoptaron a la huérfana a petición del obispo. Que el alcalde y el obispo estudiaron juntos el bachillerato en el mismo seminario, lugar que el primero abandonó al no soportar el régimen tan estricto del mismo... En fin, una verdadera retahíla de despropósitos capaz de aburrir a cualquier persona y enterrarla en la miseria.
En una tarde cualquiera... el narrador piensa, al igual que le ocurre a Candelario, mientras un púrpura llena de mar los ojos de ambos y las horas se escapan una tras otra mecidas en la cadencia triste de la desesperación y el aburrimiento, que debe dar por terminada esta historia.
Que ahora, quizá, con un poco de suerte, lo que deba deparar el futuro a ambos no sólo será producto de las investigaciones que lleven a cabo la policía y el aparato judicial, sino también, o exclusivamente, de lo que a partir de este momento sea imaginado por las personas que posen sus ojos en estas páginas.
Y que pudiera ser, incluso... ojalá, que alguna de ellas diera con un final menos amargo del que realmente presagian para los días venideros.
Paco Huelva
Febrero de 2014