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Recuerdos tristes (2014)


Charity begins at home. (Proverbio inglés)

Caminaba de la única forma que puede hacerse en las grandes urbes: ajeno al entorno y ensimismado en sus pensamientos; siguiendo la línea más corta hacia su incierto destino.
Sorteaba personas, vehículos, calles, vagones de metro, mobiliario urbano y todo cuanto a su paso fuera un obstáculo para su andar decidido; guiado como por un control remoto; manejado por otras personas o por una entidad superior que desconocía.
En la confluencia de las calles Arenal y Bordadores sin embargo, no pudo sino pararse en seco ante la imagen de ella, que, refulgente, presentaba un aura que la distinguía del resto de personas. "El símbolo de la apatía, de la desidia, si lo hubiere, sería exactamente como el reflejo de su cara" -pensó.
Ella tenía el pelo corto -como favorece a las caras pequeñas y redondas-. Unos ojos tan cargados de tristeza que se habían vuelto opacos, sin espacio material para el brillo que comunica. Pequeños caracoles aceitosos se derramaban de la parte superior de su frente hasta tapar sus cejas que, de vez en cuando -con un movimiento nervioso de la cabeza- despejaba de esas cortinas arracimadas que le molestaban.
Ella notó la perplejidad en la cara del desconocido que se había parado a unos veinte metros. Comprobó que la miraba ensalmado, como si no la viera; como si mirase a un túnel negro y profundo que estuviera tras ella, detrás de sus ojos, y no vislumbrara luz alguna que presagiara un indicio de salida. Sin pensarlo dos veces, se dirigió a él:
-¿Señor? ¿Señor? -dijo, mientras tendía hacia el hombre, que había quedado como obnubilado, una escudilla metálica de un rojo estridente que arañaba las pupilas y donde, tintineantes, tres monedas de diez céntimos se movían como reclamo de otros posibles estipendios.
Los caudales humanos que aportaban ambas calles hacían rotar a la mujer, le impedían llegar a él que, mayestático, se mantenía en el mismo lugar aquejado de una suerte de parálisis completa. Sin embargo, se miraban, se miraban intensamente. La escudilla se comportaba como una pequeña balsa amarrada por una cuerda entre ambas orillas del río humano que subía y bajaba arremolinado. La fuerza continua de aguas portentosas que bajaban sin consuelo le impedían por ahora realizar trayecto alguno excepto luchar denodadamente contra la corriente poderosa del río que los separaba.
Cuando el caudal amainó, convirtiéndose en un triste venero, se acercó a él, -tímida la forma, controlado el gesto.
-¿Señor? ¿Señor? ¿Me paga un vaso de leche y me lo tomo delante de usted? -dijo, con una voz leve, fracturada por el hambre, que se reflejaba en su anoréxico cuerpo y en las medias lunas negras bajo sus ojos sin luz de una infinita melancolía.
Miraba como debían hacerlo todos los que han perdido la confianza en el gobierno del mundo.
De sus ropas, aun a cierta distancia, se desprendían los humores que catalizan una vida desdichada: una mezcla mugrienta de sangre, sudor y semen.
En ese instante, en ese momento justo de recíproca comprensión, de reconocimiento de la realidad, un cambio de luz que pareció hacerse solo para ellos, los paralizó en la avenida como estatuas de un museo callejero. La gente seguía circulando arrastrada por la corriente, pero ellos -rocas duras introducidas muy dentro del acerado- las veían pasar en derredor no afectados ya por el movimiento continuo e incesante. Eran ejes firmes sobre los que rodaba el mundo; epicentros de todos los movimientos; ojos de huracanes que se mantienen en su interior inalterables al efecto del catastrófico viento que destruye.
¿Cómo es posible vivir ajeno a la problemática social que inunda las calles de nuestro país, especialmente a las grandes ciudades? ¿Dónde se instala ese tan cacareado progreso y bienestar social? ¿Cómo podemos aún seguir clasificando a las personas en función de los bienes que atesoran? Pasamos al lado de los indigentes, de los marginados, de los desahuciados y no los vemos. Se nos han convertido en parte del entorno, en un mal menor, que, hipócritas, aceptamos. Hemos perdido el valor para alzar la voz contra el sistema que los destruye y nosotros ¡tristes marionetas!, vivimos enredados en nuestras deprimentes y exiguas vidas sin ver nada excepto nuestras propias miserias. Lo más que consiguen de nosotros si acaso, es una huidiza mirada que se aparta rauda de sus enfermizos cuerpos porque dañan nuestras "límpidas" conciencias. Pero la imagen, la "idea de ellos" no llega a instalarse en nuestros atribulados entendimientos.
Muy cerca de donde están parados -como fantasmas enredados en un sueño-, tienen tiempo de ver la puerta de un local cercano y comprobar, atónitos, cómo se va formando una gran cola de "señoras y caballeros" ante la entrada de una discoteca de lujo.
Un potente foco televisivo resalta caras risueñas, finos y costosos trajes de diseño y una reluciente pedrería en manos y cuellos de acicaladas señoras. Los caballeros, casi todos con pajaritas, blancas unos -como las teclas del piano de sus sonrisas-, y negras otros -como los cerrojos oscuros de sus atrincheradas almas.
Un cartel luminoso parpadea sobre el quicio de la entrada, iluminando a ratos a dos personas de mucho músculo y poco conocimiento, de esas de cortas palabras y grandes gestos inocuos que dejan entrever continuamente, satisfechas, orgullosas, sus cinturas estrechas, sus grandes espaldas y brazos sarmentosos... pero no saben hacer uso del "verbo". Tristes hombres sin fondo: todo estructura, solo fuerza.
En el cartel reza de celestino neón:

FIESTA------PRIVADA------FIESTA------PRIVADA------FIESTA------PRIVADA-----

El hombre pensaba que, en Madrid, y en otras muchas grandes ciudades, estaba aumentando sin remedio, sin posibilidad de solución, el número de inmigrantes que buscaban en Occidente "El Dorado" que en otras épocas los europeos fuimos a descubrir en otras tierras lejanas.
Personas que, como aquellas, salvo excepciones, engordarán inevitablemente el sustrato marginal donde las clases pudientes seguirán encontrando a precio de saldo una cantera interminable de braceros: "chachas para sus hijos, cocineras para sus señoras, albañiles para sus obras, jardineros para sus hermosas flores..."
También les servirán como razón in extremis para seguir declamando el mito de la pureza de raza, de la supremacía del blanco -rancio honor basado en factores biológicos de pigmentación-, del posicionamiento social o geopolítico de sus países y otras sandeces por el estilo.
Pero, ¿para qué nos sirve la historia? -se dijo-. ¿Quiénes se acuerdan de la expulsión de los judíos? ¿Quiénes de la toma de Granada y el llanto del moro? ¿Quiénes de los chuetas mallorquines? ¿Quiénes de los gitanos excepto para insultarlos y vilipendiarlos por sus costumbres? ¿Quiénes de los andaluces, extremeños, murcianos y otros pueblos desplazados otrora por medio mundo?
"La memoria es un plato roto", decía Cláude Simón -recordó.
Dan ganas de no pertenecer a esta mierda de barriadaciudadcontinentemundouniverso. ¿Por qué nos damos este aire? ¿Quiénes nos creemos que somos?
¡Seremos estúpidos!
Se interrogó -en su aletargado estado- si era diferente a los demás; individualmente sí, socialmente no -se contestó-.
De todas formas -prosiguió-, Europa está llamada en este siglo que entra a teñir su color -su asqueroso ario color-. La fusión multicultural eliminará a base de años, sangre a raudales y mucha paciencia las distinciones entre razas, pueblos y, esperemos, religiones: auténticas causantes del estado actual de las cosas. ¿Es esto tan difícil? -argumentaba-. ¿O es sólo una hipótesis ilusa y utópica?
La verdad es que todas las constituciones proclaman la igualdad de los seres humanos; ningún gobierno en cambio las garantiza.
Antes de que ello ocurra, seguirá derramándose mucha sangre inocente, muchas rabiosas e impotentes lágrimas, muchas risas de déspotas con billetes y además -triste paradoja-, mucha tinta impresa que cerrará portadas de periódicos y revistas a última hora; y también, ¿cómo no? -son los medios de transmisión por excelencia- se continuarán abriendo los informativos de radio y televisión con esos impactos que suben la audiencia.
¡Qué inmensa mierda! -susurró.
El tintineo del cuenco de la mujer de los rizos acaracolados, de la mirada opaca, del pelo corto, le hizo salir de la ensoñación:
- ¿Señor? ¿Señor? ¿Me paga un vaso de leche y me lo tomo delante de usted?
- ¿De dónde es usted, señorita? -preguntó el hombre.
- Soy de Madrid, señor.
Confuso, dejó una moneda que cabriteó alegre en la roja lata y continuó su camino sin mirar atrás...
Toda la vida recordaría ese breve instante. En él, fue sólo un hombre; una persona que piensa, que se pregunta el porqué de las cosas. Se acercó, sin saberlo entonces, a su plenitud.
Ahora, convertido nuevamente en ciudadano social, perdida su individualidad, sigue sorteando personas, vehículos, calles, vagones de metro, mobiliario urbano y todo cuanto a su paso es un obstáculo para llegar a su triste destino: "pasar por la vida sin ver, sin conocer".
"El hombre -como decía Martí-, ha de abrir los brazos y apretarlo todo contra su corazón, la virtud lo mismo que el delito, la suciedad lo mismo que la limpieza, la ignorancia lo mismo que la sabiduría."
Tal como dice Agatón en una cita de Aristóteles: "Ni el mismo Zeus puede alterar lo que ya ocurrió", pero, ¿no se podrían establecer medidas para mitigar o, en su caso, eliminar lo que está ocurriendo y lo que queda por venir?
Contéstese a placer.
Paco Huelva
Noviembre de 2014