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Nueva novela de Manuel Moya

(TRANSFIERO LITERALMENTE, CORREO QUE ME ENVÍA EL ILUSTRE ESCRITOR SERRANO Y AMIGO, MANUEL MOYA)
Queridos amigos:
Permitidme que entre en vuestros bu(cora)zones, en vuestras guaridas prenavideñas, en vuestras trincheras, para comunicaros, oh aleluya, que acaba de salir una novela mía titulada LA MANO EN EL FUEGO, editada por el valiente y riguroso editor Javier Jover (Ed. CALIMA, Palma de Mallorca), que si bien estaría tentado de recomendaros vivamente, el pudor (ah, el pudor) me impele a recomendaros sólo vivamente. Qué puedo deciros: que no habla de misterios insondables, que sólo aparece un muerto (que muere de forma ignominiosa, por éstas), pero en la que se buscan la vida vampironas de pelo en pecho, amantes imposibles e impasibles, arrobas de ironía y Carlota... ahh, Carlota Melville, sin olvidar a la vecinitaa Cindy, a Cristie, la plantadora de orquídeas, a Sophie la rompecoglioni Sophie, a las dos Fátimas, a la artistilla porno, al indestructible Danny Sals, a la danesa y casi legionaria Brixen, a mi prima MH, a un profe de física...
En fin, que ya estás tardando en ir a www.calimaedicones.com o ponerte en manos del librero, ese señor.
Para quien quiera perderse por éstos y otros despeñaderos, os dejo con el primer capítulo. Que os sea leve.
FELICES FIESTAS A TODOS y ahí va eso.
Agárrense a sus asientos: ¡¡¡¡despegamos!!!
1 Mi nombre es Gerard Osborn, de los Osborn de Coventry (U.K.), importadores de té de Ceylán y canela en rama desde 1856, que se dice pronto. Convengamos que soy un escritor a sueldo: novelas, biografías, libros de arte, traducciones, tesinas, lo que salga. Aceptemos que la vida del negro de un autor de éxito es agria como la hiel, pero ¿qué se puede pensar del negro de un autor que hace dos décadas ha caído en desgracia y del que nadie se acuerda, cuando no lo creen muerto y enterrado? Prestarme a comenzar este trabajo ¿no es acaso una patética bajada a los sótanos del infierno? A mí no me cabe la menor duda, pero por el momento no puedo permitirme el lujo de desdeñar un buen puñado de francos, que más tarde pudieran hacerme mucha falta. Pero hablemos ya de mí: hasta fechas bien recientes vivía en un ático de París despanzurrando historietas absurdas a doscientos francos el folio. En la actualidad sobrevivo en una aldeíta de las Alpujarras granadinas, donde carezco de lo más necesario y uno, sépalo usted, no abandona París para encontrarse en un paraje como éste, escribiendo una autobiografía erótica que, en el colmo de los colmos, acabará por firmar otro, mientras me alimento de leche, cecina y queso de cabra, y me expongo a las tifoideas, al raquitismo o a la malaria, si no hubiera detrás una poderosísima razón. Convendría advertir que soy un tipo de aspecto normal, demasiado normal, diría, y el hecho de poseer una extravagante colección de camisas caribe, unas cuantas primerísimas ediciones que constituyen una garantía en caso de tener que salir por pies, no tiene, de momento, ninguna trascendencia para lo que me dispongo a contar.
Convengamos que las ventanas de mi casa alpujarreña se asoman a un valle abrupto y tremendista donde se van superponiendo los balates sembrados de almendros y olivos hasta alcanzar el hondón del río, pero a mí, un lugar como éste, de abruptos valles y picachos fantasmagóricos, no me llama la atención más que durante un día o dos. A mí, perdonadme, lo que de verdad me va es el barullo urbano con su aire putrefacto y su todo. De poder hacerlo, hubiera escogido mil veces antes mi paisaje de vertiginosos tejados parisinos, con sus gatos gordos y sus temerarios gorriones, pero es el caso que adquirí esta casa hace unos meses con parte del dinero que me agenció el mismísimo gobierno francés por ciertos servicios prestados y temo que, de abandonar antes de tiempo estos andurriales, en la trazada de una de esas curvas me salga un camión con la tricolor por montera y acabe por beberme todo el río Guadalfeo, con sus carpas, sus pedruscos y su todo. Estoy, como suele decirse, entre la espada y la pared. La espada de los sicarios franceses y la pared de esta tierra que, me temo, va a reventarme los pulmones. Como digo, llegué a la aldea un poco angustiado y antes de que pudiera darme cuenta, ya me había metido en esta casa. Los lugareños son afables y dadivosos, pero más allá de sus bancales de repollos y papas cultivan también un cabal escepticismo acerca de todos y cada uno de los foráneos que durante décadas se han aposentando por estos pagos buscando una paz que ellos no logran atisbar por ninguna parte; los lugareños, digo, enseguida me tomaron por uno de esos jipis que desde hace tres décadas han ido añadiendo un aire de irrealidad a una comarca que no necesita de más irrealidad que su lunático paisaje.
El anterior inquilino de la casa, un pintor y ceramista holandés, alérgico a la flor del olivo, se vio obligado a desalojar la aldea con una alergia de caballo que casi lo deja tieso, abandonando a su suerte una buena cantidad de objetos cerámicos y lienzos a medio acabar que yo mismo amontoné en la leñera porque nunca se sabe con los artistas holandeses. Como me trasladé a este lugar abandonado de la mano de dios a principios del verano, vivo con la incertidumbre de si la flor del olivo no acabará produciéndome efectos tan calamitosos como al pobre ceramista flamenco. Ya digo, me encuentro entre la espada y la pared. Me quedan tres meses para averiguarlo, pero al notar la sonrisa sarcástica de mis vecinos, la verdad es que comienzo a sentir un creciente cosquilleo en el estómago y en los huesos. A qué negarlo, siempre he sido bastante hipocondríaco y en cuanto el color de la lengua se me vuelve un pelín blanquecino, en cuanto siento la primera mordida de la destemplanza, no paro de correr hasta dar con el primer tipo que se haga acompañar de un estetoscopio y tenga diez cajas de supositorios y corticoides a mano. Pero vamos a lo nuestro.
Concedamos que como modelo erótico soy más bien modesto y limitado, pero en vista de que nuestra compañía podría ser larga y ustedes no tolerarían vérselas con un impostor que, encima, se la coge con papel de fumar, permítanme que les abra mi corazón, asegurándoles que se hallan ante un amante compulsivo y excepcional, un forofo del sexo, un loco del placer, vaya. Ya en mis años púberes, cuando aún lo desconocía todo sobre el mundo en el que había de ingresar a velocidad de crucero, llegué a usar e incluso a abusar de mis propios recursos no menos de cinco veces al día, mayormente en el periodo inicial, cuando, por estrafalario que pueda parecer, aún no había logrado disociar la masturbación de la radio, la radio de Cristie, Cristie de las orquídeas, las orquídeas de la masturbación y así hasta hilvanar una larga cadena que amenazaba con estrangularme o, todavía peor, con ir aserrando el cordón umbilical que aún me mantenía unido al vientre tibio de mi madre, de mi familia, de mi infancia. Pero yo fui, perdonadme, un chico fantasioso y solitario, que mostraba un pánico atroz por la realidad, y mucho más aún por la realidad que intuía tras las muchachas de carne y hueso. Me sentía, en consecuencia, atraído por amores interlineados de irrealidad o de mascarada. Qué le vamos a hacer, uno siempre se ha sentido más seguro, amparándose en los bastiones de la irrealidad, a medio camino entre la fantasía y el sueño. Una novia precoz es, junto al acné, lo peor que puede cruzarse ante un chico de trece o catorce años. A qué engañarnos, para un joven resulta crucial experimentar sus propias fronteras, conocerse íntimamente a sí mismo, sin agobios, sin público, sin exhibicionismos y sin onerosas proezas, antes de abismarse en los tremedales y complicaciones del amor dual. Tanto la filosofía y el esoterismo, como el deporte de contacto o el trato frecuente con el señor Onán, encuentran en el joven un buen terreno para ejercitarse en el vacío, para sentir en sí mismo el pálpito del límite. Un muchacho que experimenta el vértigo de la tristeza luego de haberse machacado a conciencia, observa el mundo con una especie de desapego místico y con una cansada suficiencia que lo hace invulnerable a todo, desde las drogas hasta la militancia en una facción ultrarreligiosa. El maoísmo y el zen, sin ir más lejos, están atestados de chicos que prefirieron el camino de la autoconciencia al del autoplacer y es ésa una disyuntiva que jamás ha de planteársele a un chico con una cierta inclinación por el extravío y la incertidumbre, a riesgo de acabar de mala manera. Para un púber, el mundo está en orden cuando él está en orden y ni siquiera el extravagante sentido de culpa que deviene luego de una iniciática exploración en las raíces del ser, puede privar al pobre muchacho de esa sensación que es, al mismo tiempo, de pertenencia y de impertinencia. Apedrear farolas, pedir autógrafos, ponerse hasta arriba de pastillas, leer a Whitman, Hesse, Ginsberg, Habermas o Lao Tse, conectarse a un teléfono móvil como quien se conecta a una máquina de diálisis o buscarse enemigos invisibles, no son más que las desafecciones con la realidad que un joven, cualquier joven, debe experimentar antes de echarse a los caminos y decirse a sí mismo:
-Ea, señores, aquí estoy yo. Vayan haciendo sitio.
Pero, bueno, al tipo para el que escribo estas páginas autobiográficas, poco le importan tamañas disquisiciones y circunloquios acerca de la preadolescencia. Ya es hora, dirá, de empezar a mojarte en serio, sacando del viejo baúl familiar heroínas de arpillera, vestales escandalosas y vampironas de aquí te espero. Lo que pide es, ni más ni menos, una historia como la que podría contar el pobre Danny, que se entendía con su polla con la naturalidad del que se expresa en una lengua muerta o conduce por un carril de bicis. Pero de lo de Danny, pobre, hablaré cuando haya puesto en orden algunas cosas. Empecemos, como decía mi maestra Lizzy -otra que tal baila-, por el principio.