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Indigentes

La literatura universal está llena de personajes que por causas diversas han llegado al puerto de la marginación. Pero dentro de este término, los indigentes suponen el extremo más negativo de la valoración que puede aplicársele a un ser humano.
Los indigentes transitan a nuestro alrededor. Cuando nos cruzamos con ellos desviamos la mirada, casi ofendidos de lo que vemos. Representan el detritus de la sociedad consumista en que habitamos y todo porque tropezaron en algún peldaño de la escalera social que permite ser considerado como una persona de bien: tener trabajo, familia, cumplir los preceptos políticos, sociales, religiosos y el decoro exterior que nos identifica dentro de un grupo social determinado.
El indigente es un ser humano excluido de la sociedad, digamos las cosas claras. Las administraciones, desde que se creó la ciudad-estado hasta ahora, y ya ha pasado tiempo, no han encontrado la fórmula para integrar a estas personas -ciudadanos de pleno derecho- en la sociedad. Ni siquiera el Estado del bienestar ha podido eliminar el padecimiento que sufre este colectivo, más numeroso de lo que nuestros dirigentes políticos quisieran. La novela rusa de los siglos XIX y XX y la novela realista española están llenas de personajes que encarnan las vicisitudes de este segmento social.
Cada ciudad tiene sus propios indigentes. Son conocidos de todos. Están en los mismos lugares soportando la canícula del verano y los rigores del invierno; se les identifica por su mirada perdida, por su suciedad manifiesta, por su desarraigo. Una sociedad que olvida a estas personas no puede ser calificada como justa, igualitaria y equitativa.