Impotencia
Llegué a este país persiguiendo una ilusión. El tiempo confirmó que las ilusiones no tienen por qué hacerse realidad, que sólo son armas de las que nos dotamos para enfrentar la dureza del mundo en que vivimos y que nos maltrata constantemente hasta que nos aniquila.
Dejé en mi tierra de origen todo lo que me interesa: familia, amigos, lazos culturales, olores, sabores, colores...
Sólo me traje de allí lo puesto. Con el paso de los días -he tardado casi tres meses en llegar aquí- he podido observar con gran dolor que me traje algo más: un enorme peso que se refleja en todos mis actos y que sólo puedo calificar como el producto de la añoranza por lo mío.
Cuando monté en la patera que me trasladó a España, después de haber ahorrado por cinco años para pagarme el viaje, subí a ella también todos los sueños de un hombre que ha de mantener una familia numerosa y que no encuentra donde hacerlo.
Mis anhelos y esperanzas comenzaron a perderse en el mismo bote que cruzando de noche el negro estrecho que separa España de Marruecos, varó en una playa desconocida de algún lugar de Europa.
El trato que recibí en la barca, me recordaron dos cosas: el transporte de ganado -por la masificación que tuvimos que soportar- y el comercio de esclavos que África sufrió hasta no hace mucho.
El enlace previsto por la organización que debía recogernos en la playa, no estaba para recepcionarnos. El conductor de la barca -una vez salimos de ella- enfiló la proa hacia la costa africana como si lo persiguiera el diablo y dejó a treinta tres personas -muertas de miedo, cada una con su ropa limpia metida en una bolsa de plástico- buscando un lugar -entre montes de arena parecidos a los existentes en el desierto del Sahara- donde poder cambiarse la ropa mojada durante el viaje.
No conocía a nadie de los que viajaron conmigo hasta que embarcamos. Había personas de varias nacionalidades y durante el camino no hablamos nada. Los ojos de todos ellos sólo reflejaban una mezcla de terror y esperanza que hacía que la poca luz existente se concentrara en ese lugar del cuerpo. Había personas de todas las edades, incluso un niño de pocos meses que una señora acurrucaba contra sí como para defenderlo de la humedad del mar.
Dado que el contacto no llegaba, empezaron a crearse corros auspiciados por el idioma de origen, y en voz muy baja, decidían sobre la marcha qué camino adoptar.
Yo decidí mantenerme al margen y terminé de cambiarme tras unos juncos en donde dejé enterrada la ropa húmeda con que había realizado el trayecto.
Mis acompañantes por grupos de tres o cuatro personas, comenzaron a andar unos a la izquierda y otros a la derecha de la playa, persiguiendo las luces que a lo lejos se veían, con el propósito de alcanzar algún núcleo urbano antes del amanecer.
A la mujer que portaba al niño pequeño, no la quisieron en ningún grupo y después de acercarse a varios de ellos, regresó al lugar donde yo estaba diciéndome en un francés mal hablado que la rechazaban por temor a que el niño llorase y pudieran ser descubiertos.
Con lágrimas en los ojos me rogó que la dejara estar conmigo, que haría lo que yo le dijera y que si la ayudaba, su marido que estaba en un pueblo cerca de aquí, me ayudaría a colocarme. Con una flexión de la cabeza y sin pronunciar palabra asentí viendo como las lágrimas de agradecimiento resbalaban por su cara y el niño como para decir algo también empezó a llorar.
Mientras Baruk -que así se llama- daba el pecho a su hijo, un poco retirada de mí, le expliqué que esperaríamos otro poco más por si el enlace se hubiera retrasado.
Pasado un rato que se me antojó infinito, y ante la mirada inquisitoria de mi acompañante que esperaba con desasosiego mis indicaciones, me decidí a caminar tierra adentro esperando que en caso de que alguien localizara a los otros, realizarían la búsqueda por la costa, en ambos sentidos, pero no hacia el interior.
Debían quedar para el amanecer unas dos horas. El lugar por el que transitábamos -Baruk siempre tras de mí, susurrando cosas al niño cuando éste hacia por llorar- era una masa de dunas de arenas finas que el mar alimentaba continuamente y que los vientos atlánticos arrastraban hacia el interior arrasando en su camino cuanto ser vivo encontraba al paso de su descomunal fuerza.
Al poco de caminar, encontramos un sendero en el que se veían hendiduras paralelas que denotaban el paso de vehículos y decidí seguirlas porque a algún lugar habitado nos llevaría. Cuando ya la luz despuntaba por el este, augurando una mañana ausente de nubes, vislumbré, al coronar un médano, un edificio en el valle entre dos dunas. Con gestos le dije a mi compañera de viaje que se agachara y que cuidase de que el niño no llorara. Caminando despacio, y pegado en lo posible -casi arrastrándome- al inmenso mar de dunas, me acerqué con prudencia a la casa. Cuando me restaban unos cien metros, dos perros comenzaron a ladrar con aullidos de furia. Decidí regresar hasta el lugar donde dejé a Baruk y su hijo, mientras miraba hacia la casa receloso de que alguien pudiera verme. La localicé por el llanto del niño media enterrada en una duna y le indiqué que me siguiera. En ese momento escuché el coche que se acercaba. Sin mirar atrás, me paré enfrentado al mar que nuevamente estaba a la vista. Me arrodillé y con lágrimas en los ojos lloré mi impotencia clamando contra el Dios que todo lo sabe y que nos hizo venir hasta aquí para nada. Entre los gritos del niño y los lamentos de Baruk, oí como alguien le decía a otra persona que se acercaba a mí: ¡Ponle las esposas, estos son los que faltan!
Escribo esto en un lugar llamado -así reza en el cartel- Palacio de Doñana. Desde aquí, supongo, nos llevarán a otro para proceder a nuestra repatriación. Baruk es un mar de lágrimas, el niño también; yo ya no lloro, no me quedan lágrimas.
Dejé en mi tierra de origen todo lo que me interesa: familia, amigos, lazos culturales, olores, sabores, colores...
Sólo me traje de allí lo puesto. Con el paso de los días -he tardado casi tres meses en llegar aquí- he podido observar con gran dolor que me traje algo más: un enorme peso que se refleja en todos mis actos y que sólo puedo calificar como el producto de la añoranza por lo mío.
Cuando monté en la patera que me trasladó a España, después de haber ahorrado por cinco años para pagarme el viaje, subí a ella también todos los sueños de un hombre que ha de mantener una familia numerosa y que no encuentra donde hacerlo.
Mis anhelos y esperanzas comenzaron a perderse en el mismo bote que cruzando de noche el negro estrecho que separa España de Marruecos, varó en una playa desconocida de algún lugar de Europa.
El trato que recibí en la barca, me recordaron dos cosas: el transporte de ganado -por la masificación que tuvimos que soportar- y el comercio de esclavos que África sufrió hasta no hace mucho.
El enlace previsto por la organización que debía recogernos en la playa, no estaba para recepcionarnos. El conductor de la barca -una vez salimos de ella- enfiló la proa hacia la costa africana como si lo persiguiera el diablo y dejó a treinta tres personas -muertas de miedo, cada una con su ropa limpia metida en una bolsa de plástico- buscando un lugar -entre montes de arena parecidos a los existentes en el desierto del Sahara- donde poder cambiarse la ropa mojada durante el viaje.
No conocía a nadie de los que viajaron conmigo hasta que embarcamos. Había personas de varias nacionalidades y durante el camino no hablamos nada. Los ojos de todos ellos sólo reflejaban una mezcla de terror y esperanza que hacía que la poca luz existente se concentrara en ese lugar del cuerpo. Había personas de todas las edades, incluso un niño de pocos meses que una señora acurrucaba contra sí como para defenderlo de la humedad del mar.
Dado que el contacto no llegaba, empezaron a crearse corros auspiciados por el idioma de origen, y en voz muy baja, decidían sobre la marcha qué camino adoptar.
Yo decidí mantenerme al margen y terminé de cambiarme tras unos juncos en donde dejé enterrada la ropa húmeda con que había realizado el trayecto.
Mis acompañantes por grupos de tres o cuatro personas, comenzaron a andar unos a la izquierda y otros a la derecha de la playa, persiguiendo las luces que a lo lejos se veían, con el propósito de alcanzar algún núcleo urbano antes del amanecer.
A la mujer que portaba al niño pequeño, no la quisieron en ningún grupo y después de acercarse a varios de ellos, regresó al lugar donde yo estaba diciéndome en un francés mal hablado que la rechazaban por temor a que el niño llorase y pudieran ser descubiertos.
Con lágrimas en los ojos me rogó que la dejara estar conmigo, que haría lo que yo le dijera y que si la ayudaba, su marido que estaba en un pueblo cerca de aquí, me ayudaría a colocarme. Con una flexión de la cabeza y sin pronunciar palabra asentí viendo como las lágrimas de agradecimiento resbalaban por su cara y el niño como para decir algo también empezó a llorar.
Mientras Baruk -que así se llama- daba el pecho a su hijo, un poco retirada de mí, le expliqué que esperaríamos otro poco más por si el enlace se hubiera retrasado.
Pasado un rato que se me antojó infinito, y ante la mirada inquisitoria de mi acompañante que esperaba con desasosiego mis indicaciones, me decidí a caminar tierra adentro esperando que en caso de que alguien localizara a los otros, realizarían la búsqueda por la costa, en ambos sentidos, pero no hacia el interior.
Debían quedar para el amanecer unas dos horas. El lugar por el que transitábamos -Baruk siempre tras de mí, susurrando cosas al niño cuando éste hacia por llorar- era una masa de dunas de arenas finas que el mar alimentaba continuamente y que los vientos atlánticos arrastraban hacia el interior arrasando en su camino cuanto ser vivo encontraba al paso de su descomunal fuerza.
Al poco de caminar, encontramos un sendero en el que se veían hendiduras paralelas que denotaban el paso de vehículos y decidí seguirlas porque a algún lugar habitado nos llevaría. Cuando ya la luz despuntaba por el este, augurando una mañana ausente de nubes, vislumbré, al coronar un médano, un edificio en el valle entre dos dunas. Con gestos le dije a mi compañera de viaje que se agachara y que cuidase de que el niño no llorara. Caminando despacio, y pegado en lo posible -casi arrastrándome- al inmenso mar de dunas, me acerqué con prudencia a la casa. Cuando me restaban unos cien metros, dos perros comenzaron a ladrar con aullidos de furia. Decidí regresar hasta el lugar donde dejé a Baruk y su hijo, mientras miraba hacia la casa receloso de que alguien pudiera verme. La localicé por el llanto del niño media enterrada en una duna y le indiqué que me siguiera. En ese momento escuché el coche que se acercaba. Sin mirar atrás, me paré enfrentado al mar que nuevamente estaba a la vista. Me arrodillé y con lágrimas en los ojos lloré mi impotencia clamando contra el Dios que todo lo sabe y que nos hizo venir hasta aquí para nada. Entre los gritos del niño y los lamentos de Baruk, oí como alguien le decía a otra persona que se acercaba a mí: ¡Ponle las esposas, estos son los que faltan!
Escribo esto en un lugar llamado -así reza en el cartel- Palacio de Doñana. Desde aquí, supongo, nos llevarán a otro para proceder a nuestra repatriación. Baruk es un mar de lágrimas, el niño también; yo ya no lloro, no me quedan lágrimas.
Hay historias que, a algunos, nos dejan la boca sin palabras. Y con un regusto amargo a injusticia y desesperanza. Por eso son tan necesarias.
Un abrazo
Rafa