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Hacia el amanecer, de Michael Greenberg


"El 5 de julio de 1996 mi hija se volvió loca. Tenía quince años y su desmoronamiento marcó un momento crucial en la vida de ambos."


Con esta frase inicia Michael Greenberg Hacia el amanecer (Seix Barral), uno de los "acontecimientos" literarios de los últimos años que, no sé exactamente por qué razones, ha conseguido poner de acuerdo sobre las bondades del libro a personas tan variopintas como Adolfo García Ortega, Fernando Aramburu, José Carlos Somoza, Elvira Lindo, Ricard Ruiz, Fernando Marías, Álvaro Colomer, Rosa Montero, Isaac Rosa, Juan José Millás, Luis Landero, Joyce Carol Oates, Oliver Sacks... y a un sinfín de escritores y/o críticos a muchos de los cuales admiro.


Pero, el asunto no queda ahí, con calificaciones superlativas han aparecido reseñas en periódicos o revistas especializadas como The New York Review of Books, The New Yorker, El País, The Wall Street Journal, Kirkus Reviews, Booklist, Library Journal, Time, The Oprah Magazine, People, Bookforum, The Washington Post o Psychology Today...


Vamos... ¡lo más grande!


Pero, a mí, leído el mismo, pensado y repensado en qué lugar están las claves de la excelencia del mismo -las que no he encontrado después de mucho cabecear- debo reconocer que no me ha gustado el libro de Greenberg. Nada.


Bajo mi punto de vista Hacia el amanecer no es una novela (aunque todos sabemos que en ese saco cabe cualquier cosa). Pudiera ser una crónica novelada o un diario, calificaciones que tampoco cuelan del todo porque a veces sólo es una sucesión de hechos... que además se presienten, se intuyen, que son demasiado clamorosos y virginales.


Virginales, sí, porque la enfermedad, diga lo que diga Greenberg en este libro, es la aceptación de una extrañeza que llega de golpe y se cuela hasta el corral sin pedir permiso, de la cual, además, no podemos evadirnos porque nos es imposible, por respeto a los enfermos, a los seres queridos, por convencionalismos sociales o por cuestionamientos éticos... en fin, por un montón de cosas en las que Greenberg ni entra ni sale, se las salta a piola, y eso hace del libro una cosa amorfa y sin sentido, fuera de lugar y de la propia trama, extrarradio de los acontecimientos; hayan dicho lo que hayan dicho los arriba mencionados.


Para la tipología de enfermedades como la que se cuenta (la locura), esa que llega sin avisar, como es el caso, sin anuncio alguno, como un martillazo seco no en el cuerpo sino en el lugar en donde se cuece el entendimiento, en donde se paraliza y encarcela la voluntad de hacer, para esos... para esos padecimientos no hay escapatoria, no nos han formado para afrontarlos y de súbito nos convierten en seres perdidos ante un nuevo e ignoto mundo; aunque estaba ahí, es cierto, a nuestro lado, pero no lo veíamos porque les afectaba a los otros, a los demás, a veces... a algún familiar o amigo lejanos, pero no a nosotros, no, hasta que de pronto se sube el telón y en el escenario de un teatro desconocido tenemos que interpretar un guión que no hemos leído; donde, además, el que padece, el que sufre, el que llora, el que se duele es un ser cercano y querido y nosotros no sabemos qué hacer porque, cuando debimos, no estudiamos la partitura puesto que esas cuestiones les ocurren a los demás pero no a nosotros como dijimos.


Ahora sabemos, eso sí, que nosotros también somos los otros para otros; y que nos hemos quedado en cueros sin argumento alguno con que vestir la ignorancia que nos embarga.


De pronto vives en otra sociedad en la que las reglas nos son ajenas y para nada sirven habilidades adquiridas en tiempos de bonanza y tranquilidad.


Greenberg, al igual que otros, se ha montado en el carro en donde se cuentan desgracias que ocurren no a personajes sino a seres cercanos, en este caso a su hija. Eso es todo.


A muchas personas en iguales circunstancias pudiera servirles de apoyo su ejemplo, pero lo dudo. A otras, aficionadas a los libros de entretenimiento, Hacia el amanecer les parecerá un magnífico texto. A mí, sin embargo, el debut literario de este experto periodista neoyorquino que nos relata como Sally, su hija de quince años, sufre una crisis nerviosa y pierde la razón de un día para otro, entrando la familia en un vórtice que parece no tener fin, me parece literariamente un libro harto mediocre.


La historia (real, porque lo es) de Greenberg no puede enganchar a un lector avispado, no está bien escrita pese a lo que digan todos los arriba mencionados, que tendrán sus respetables razones para así pronunciarse pero con las que no comulgo. ¿Por qué? Pues, porque a pesar de ser una historia cierta le falta credibilidad al contarla, no es verosímil.


Es decir, Greenberg y la familia cercana a Sally no lloran, no se desesperan, no están traumatizados, desquiciados, deprimidos, afectados, no, se toman todo este tema con una pasmosa, sospechosa y aséptica tranquilidad que no es posible. No. Las relaciones humanas son más difíciles de lo que Greenberg nos las presenta y él lo sabe. Por qué razones las ha suavizado presentando un entramado que es un ejemplo de buen hacer, de suma cordura, él sabrá. Pero las cosas no ocurrieron así a pesar de lo que diga, no pudieron ser así, debieron ser más duras, mucho más.


El comportamiento de Greenberg se asemeja al que tuvo James Joyce con su hija Lucía, a los que cita, y además pienso que utiliza como guión, como hilo umbilical del libro. Pero ni Greenberg es Joyce ni Lucía Sally, simplemente son otras personas, ni mejores ni peores.


En fin, dicho queda, una novela mediocre sobre la locura. Prefiero quedarme con los personajes o las personas -tanto monta en este caso- de Cervantes, Shakespeare, Charlotte Brontí«, Stevenson, William Blake o Antonin Artaud, entre otros muchos, a la hora de abordar estos temas.


Paco Huelva


Octubre de 2013