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Fernando

Está sentado en un viejo taburete: en la poca sombra que derrama la pared en que está adosado. Es el mediodía; el sol se acerca, implacable, dorando su manoseado sombrero bajo el que, Fernando, con sus 88 años -según dice- muestra una barba de aceradas púas blancas que le salen hasta de las orejas. Sus ropas hace mucho tiempo que olvidaron la humedad que proporciona el agua, quizás tanto como su cuerpo. La piel coriácea que muestra a la vista -algo de los tobillos, parte de su pecho, las manos y la cara- posee manchas negras de la roña que el tiempo deja al pasar. Fernando sonríe con una boca desdentada. Es una mueca apacible, a pesar de todo. No hay tristeza en sus ojos, quizá resignación, por decir algo. Entre sus manos -en cuyas uñas se muestran las medias lunas negras de una mugre de años-, un instrumento cuyo sonido ha hecho acercarse al narrador que toma asiento en un poyete cercano. El movimiento de sus manos que bambolean una gastada púa sobre las ocho cuerdas metálicas de un banjo -posiblemente tan arcaico como él- desprenden sonidos perfectamente acompasados a su voz, mientras sus ojos, ausentes de brillo alguno, leen unas letras de canciones escritas a lápiz en una vieja libreta de colegio que ha pegado con esparadrapo en la pared.
En un relajo le pregunto si le apetecería beberse una cerveza; entiendo que dice que sí, pero que luego, que no me vaya, que me va a cantar algo. Me dice, estoico: "Es de Amália"; como si con eso estuviera todo dicho y lo cierto es que lo está. No podía ser otra. Comienza a cantar un fado de Amália Rodrígues, que en Portugal es como nombrar el tarro de las esencias. Mientras canta, me mira, me ausculta con ojos sabios de casi un siglo de experiencias y me acobardo. Me siento una insignificancia ante las vivencias que imagino existen detrás de esa expresión dulce, tierna, de este hombre desconocido que canta y toca para mí en una aldea profunda de la sierra del Algarve.
¿Por dónde anduvo?
¿Por qué vidas y tierras y mares transitó?
¿Quién es -o habría que decir quién fue, dada su cercanía a la muerte-; quién es, reitero, este hombre que está aquí, sentado frente a mí, cantándo con un viejo instrumento canciones de otro espacio y otro tiempo?

¿Qué somos en realidad?

No sé por qué, mientras miro su cara y sus movimientos al cantar, me pregunto si llegaré a su edad, y en su caso, a qué me dedicaré.
¿Qué habré aprendido de la vida para poder mostrar a los demás, de la forma en que Fernando, si así se llamara realmente, hoy se complace en ofrecerme sin conocerme de nada y sin apenas entender mi lenguaje porque su portugués cerrado impide realmente la comunicación entre ambos?
Me asusto con la conclusión: nunca seré maestro en nada. Fernando, lo es. Ha sido y es maestro en vida. Seguro que soñador y enamoradizo. ¿Lo sigue siendo? ¡Sin duda! Al menos se muestra como si así fuera. Canta como un enamorado, lleno de sentimientos vitales casi a los noventa años. Nada importa la miseria de su atuendo, tampoco la estrechez en que quizás seguro vive. Conoce y domina un arte: la palabra y el ritmo, el encantamiento y la seducción: la música. Su habilidad con el banjo y su vieja garganta perdida en millones de cantares y serenatas así lo demuestran.
Me desplazo al bar por una cerveza, la pongo a su lado, me sonríe y sigue tocando.
Debo marcharme, me están esperando. Le dejo unos euros en la maleta donde guardará el instrumento cuando le parezca; le miro, me sonríe nuevamente y me alejo con una mueca de tristeza.
Me gustaría -no a su edad, ahora- ser tan dichoso como siento que lo es este hombre.
He regresado a casa. Fernando estará en la suya, si la tiene.
¿Qué hará ahora que esto escribo?
No le veré más. Pero no le olvidaré.
¿Quiénes recordarán a este columnista, de los que me vieron por unos instantes pasar por la única calle de una aldea portuguesa cuyo nombre no anoté ni recuerdo y a la que ya no sabría llegar aunque quisiera?
Con seguridad, nadie.
¡Eso es lo que envidio de Fernando! Su poder de seducción. ¡Fernando fue y es!
Sin embargo, ¿qué soy yo y quién seré?
archivado en:
rafa leon
rafa leon dice:
14/06/2006 01:39

Leí hace tiempo un poema, no recuerdo de quién. Venía a decir el poeta, y resumiendo mucho, que él era él por que amaba y no porque lo amasen o dejasen de amar. Ciertamente muy hermoso. De todos modos, yo, hoy, prefiero pensar que yo soy yo por lo que me piensen, por lo que puedan quererme, y no al contrario. Aunque en estos temas, nunca podemos saber si estamos o no en lo cierto. Igual depende también de cada cual e, incluso, de cada momento.

Leí también un hermoso cuento, no sé si de Galeano o Gelman, en el que un niño pequeño, huerfano y desauciado en un hospital de Managua, en la nochebuena, con todo en silencio y a oscuras, cuando se marchaba el doctor, se le acerco y le dijo: "Decile a alguién que yo estoy aquí"

Tú, Paco, lo has hecho en tu artículo por Fernando. O como se llame realmente.

Un abrazo
Rafa

rafa leon
rafa leon dice:
14/06/2006 01:42

Soy un comedor voraz de haches intercaladas (y, de postre, algunas tildes). Perdón por haber desahuciado a la hache del sitio que le corresponde.