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Estaciones

Un atardecer, el horizonte se corona de nubes y una barra gris, casi azulada, aparece por el oeste instalándose en lontananza. Justo antes de que la luz se extinga, cae una gota de agua, gorda, grande, pesada, como un escupitajo húmedo que agujerea la cuarteada tierra en donde rotura un perfecto y nítido surco. Poco después, como llamada por la especie, se precipita otra gota, y luego... irrumpen más, aquí y allá. De pronto, como algo inevitable, como un sueño en que es imposible despertar, un rayo resquebraja el cielo dibujando garabatos y serpentinas cobrizas en una incipiente noche negra. Casi al unísono, un trueno digno de la mayor catástrofe llena de espanto a los seres vivos que lo perciben.
Las lluvias están aquí. Como si una puerta se hubiese abierto o cerrado para siempre, según. Una realidad diferente, una estacionalidad húmeda y pegajosa, otra forma con que medir los objetos y las cosas, en definitiva, otro modelo de comportamiento que el medio nos impone.
Es ya , sin remedio, el momento de la incontinencia, de las lluvias torrenciales, de los regueros que palpan el terreno buscando los cauces originarios, del regreso del riachuelo desaparecido en verano, del aire desalmado y tornadizo que retuerce ramas en árboles centenarios. El invierno, en breve, romperá la identidad de un otoño que había alfombrado de destellos áureos la tierra y bajo cuyo manto pugnan por salir las setas y la hierba nueva. Es época de recoger la aceituna antes de que se pudra, de sembrar la huerta de invierno, de hormigas aludas, de bellotas, castañas y madroños, de apilar leña en lugar seco, de sacar la ropa de abrigo. Es tiempo de nieblas matutinas, de silencios largos a la luz de la lumbre y de pensamientos fugaces.