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Don Minero (2014)


Hace algún tiempo y por enfermedad de un familiar pasé una noche en el hospital de Riotinto. Tuve la suerte de encontrar a una hombre de cierta edad -o sea, viejo, muy viejo-, "flaco, desgarbado y de una fealdad que ronda lo sublime; un bigote enorme, sucio y maloliente..., de desdentada boca" y que, además, "gazapea descompasadamente sobre una descomunal pata de palo".
Su nombre, cuando me fue dado, me hizo dudar de su estado mental: "me llamo Don Minero", dijo, y se quedó mirándome con recelo a través de unos ojos interrogadores y vivaces enmarcados en una cara de mil pliegues donde, una boca desdentada rompe horizontalmente los surcos verticales que conforman su renegrida estampa.
Pero, Don Minero, después de observarme detenidamente y mientras paseábamos por el pasillo de la segunda planta del hospital, empezó a hablar de la Cuenca Minera con un conocimiento tal que más parecía que hubiera sido el registrador o el notario de todo lo acontecido en esta tierra desde hacía miles de años.
Don Minero rumió durante seis horas ininterrumpidas... Hablaba y hablaba, como si su boca fuese un venero conectado directamente con la historia nunca contada de una comarca hecha a sí misma a base de sufrimientos.
Describió -con frases directas, sin barroquismos innecesarios- cómo antaño, en la Cuenca, los niños y las mujeres transportaban el mineral en una panera sobre la cabeza, que hacían descansar en una morcilla de trapo y que suponía a la postre el que obtuvieran una incipiente calvicie. Niños y mujeres, que eran la base de la mano de obra barata utilizada por los señoritos ingleses para barcalear el mineral.
Me habló del calor insoportable, de los gases sulfurosos que emanaban de los hornos y de la tiranía de los capataces. De cómo se preparaban las piritas calcinándolas al aire libre y de cómo la manta de humo tóxico destrozaba los pulmones de los mineros y sus familiares, aparte de hacer desaparecer las cosechas y marchitar la floresta del entorno.
Don Minero me dijo, que, en los días de poco viento y cuando el aire se hacía insoportable, tocaban una sirena y permitían a los obreros que abandonaran el tajo y pudieran buscar las alturas, pero, luego, les descontaban las horas en que habían estado fuera: no se las pagaban.
De cómo un cuatro de febrero, en la Plaza de la Constitución -donde estaba el antiguo Ayuntamiento de Riotinto-, se reunieron varias manifestaciones procedentes de toda la Cuenca para protestar por las insufribles e insoportables condiciones laborales.
Allí, en esa plaza, estaban esperándoles un montón de soldados con fusiles que, a una señal de alguien, se pusieron de rodillas y encararon sus armas disparando contra la multitud y dejando un reguero de sangre, dolor y odio que todavía perdura en el subconsciente colectivo.
Me explicó con todo lujo de detalles que una noche densa en aguas negras y en desgracias, hubo un corrimiento de tierras que se tragó a la mayor parte del pueblo y que el 15 de septiembre de 1916, se consumó su desintegración con la voladura de la iglesia que hizo desaparecer definitivamente el asentamiento original.
Las causas de este suceso funesto nunca estuvieron claras, "quizá la mina debía avanzar por ahí", dice Don Minero, "pero eso..., es secreto de La Compañía, dueña y señora del suelo y del subsuelo..., del aire, del pan, del agua, de la sangre..., y de los sentimientos."
Me habló de cómo uno de los directores -de los amos- llamado Mr. Browning, cuando había elecciones, colocaba en toda la Cuenca edictos que decían:
"Yo, Walter Browning, Director de la Río Tinto Company Limited ORDENO Y MANDO: Que los nombres que hay que votar en las próximas elecciones provinciales, son los siguientes: ..."
"Niños famélicos, ausentes, sin juegos ni sonrisas, miran cansados y hambrientos, con ojos sorprendidos, el paso detenido de las horas", continuaba mi interlocutor, mientras su pata de palo marcaba el ritmo de nuestros pasos por el pasillo, así como la cadencia de su verborrea incesante.
Don Minero fue para mí, en aquella noche reveladora, todo un descubrimiento del sufrimiento de una serie de pueblos marcados a fuego por los vaivenes del negocio minero.
Don Minero es un almuédano que desde el alminar de la conciencia de la Cuenca Minera de Huelva, evoca la memoria de una comarca que ha sufrido durante milenios el avasallamiento impuesto por los especuladores. Los de antes y los de ahora, los de este día en que escribo.
Amos que llegaron al olor del mineral escondido en la tierra y que usaron a sus moradores como bestias de carga. Don Minero es la conciencia de una sociedad agredida; la memoria real de la Historia siempre amputada por los que la escriben con intereses espurios.
Yo les invito a que conozcan a Don Minero. Ello es posible. Don Minero es el personaje de "Cuentos del viejo capataz", escrito por el tan añorado poeta Juan Delgado.
Quiero aprovechar esta tribuna para que aquellos que tienen en sus manos la posibilidad de revivificar -que diría otro poeta, el Nobel de Moguer- las minas abandonadas de Huelva, hagan lo posible para que el capital, el maldito capital sin el cual no hay vida para mucha gente, vuelva a invertirse en ellas si son viables, y resuelvan de una puñetera vez la indigencia y el abandono en que viven multitud de familias que se quedaron al pairo del progreso.
Sé, porque lo sé, que algunos líderes políticos de municipios de la Cuenca Minera están poniendo zancadillas para que ciertos proyectos no salgan adelante por meras cuestiones partidistas.
Para ellos y para los estrategas de su partido, sólo una frase: ¡Ojalá los parta un rayo, miserables!
Paco Huelva
Septiembre de 2014