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Confusión (2015)


Amanece. Hace frío. Siento el cuerpo aterido.
En mi errático deambular tropiezo con un cartel que resulta familiar a mis sentidos: Hospital Central, dice el cartel.
Continúo caminando. Creo que llevo mucho tiempo andando... ¿Cuánto? No lo sé. Me duelen todos los huesos del cuerpo.
Paso ante un gran portón metálico; de su interior llegan golpes reiterados: Tac, tac, tac. Silencio. Tac, tac, tac. Silencio...
Atrapado por los sonidos me acerco a la puerta.
Sobre la misma, reza: PSIQUIATRíA. Luego de dudar un instante, pregunto:
-¿Hay alguien ahí?
Los golpes cesan y una voz desesperada dice:
-¡Sí! ¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí, escúcheme! ¡Escúcheme, por favor! ¡No se vaya, señor, escúcheme!
-¡Dígame!, digo. ¡Dígame!, ¿qué le ocurre?
-Me han dejado encerrado aquí, dice la voz, y no puedo salir por ningún lado. ¡Llame a alguien...! A los bomberos, a la policía, a quien sea... Me voy a volver loco si no salgo de aquí, ¡por favor, señor, sáqueme de aquí!
-¿Se ha quedado encerrado y no puede abrir?, indago, interrumpiendo el lamento.
-¡Sí, eso es! ¡Eso mismo...!
Poso los ojos nuevamente en el cartel situado encima de la puerta: PSIQUIATRíA, leo -en negro-; SALUD MENTAL, continúa -en verde y en letras más pequeñas.
-Iré a recepción del hospital e informaré de su situación, pronuncio.
-¡No! ¡Al hospital no vaya. Ellos me han encerrado aquí. Llame a la policía, a los bomberos..., o a la guardia civil, a quien sea... Pero al hospital no, al hospital no...!
Vuelvo a mirar el cartel que corona la puerta y pienso, éste está loco... loco de atar: está ingresado por algún trastorno y quiere salir, el pobre.
Le digo que ahora vuelvo, que regreso enseguida. Pero pese a sus advertencias, me dirijo a la recepción hospitalaria.
Al llegar al mostrador, una señorita se dirige a mí como si me conociera... con sobrada amabilidad..., y dice:
-¡Buenos días, Doctor! ¿Qué desea? ¿Quiere la llave?
Miro a ambos lados y hacia atrás. Estoy solo ante la recepcionista; ante esta desconocida señora que me ha llamado literalmente Doctor.
-¡Muy temprano viene usted hoy, continúa, se nota que hay muchos locos que atender... Ahora mismo se la doy!
Yo me he quedado sin habla.
Observo cómo la persona que debe atenderme y a la que solo quiero contar el asunto del loco, se acerca a un armario, lo abre, y en su interior, aparece una enorme vitrina rebosante de llaves; levanta la mano hacia un ángulo de la misma, certera, segura de sí misma, me mira, y algo alterada, comienza a leer, imagino, una a una la identificación que pende de cada llave en fundas plastificadas de diversos colores.
Repasada la lista, mientras internamente me arrepiento de meter las narices en situaciones que no debo, encamina los pasos hacia el mostrador enfrentándome con una cara de la que ha desaparecido la sonrisa inicial, y dice:
-¡Qué raro, Doctor, la llave de su consultorio no está en su sitio! ¿No la tendrá usted? ¿No se la llevaría por casualidad...?
Yo sigo mudo, inmóvil, como petrificado.
En un acto reflejo mi mano se introduce en el bolsillo derecho del pantalón y palpo una llave con su correspondiente funda de plástico.
Me quedo helado. De repente sé quién soy; también sé quiénes son ellos: la recepcionista de cara afilada -ahora- y el que está recluido en Psiquiatría, en mi despacho.
La película de los hechos acaecidos desde ayer tarde, pasa, de golpe, de manera fulminante, por mi cerebro.
-¡Perdone, María, lleva usted razón; la llave me la quedé ayer sin darme cuenta!
-Ay, ay..., las cabezas, dice, mientras enfilo la puerta de salida sin despedirme y corro hacia la consulta.
Antes de llegar, escucho al paciente que está en su interior anunciándose con los mismos golpes: Tac, tac, tac. Silencio...
Introduzco la llave en la ranura, abro, y digo, mintiendo:
-¡Alfonso!, ¿qué hace usted aquí?
-¡Me dejó usted encerrado ayer, joder!, grita. No le dije que iba al servicio, ¡cojones! ¿Cómo coño se fue usted y me dejó aquí encerrado? ¡Me cago en...!
-Me llamaron urgentemente, me llamaron... y no me acordé de que estaba usted en el aseo.
No sé por qué, sigo mintiendo aún cuando soy consciente de la verdad.
-¡Perdóneme usted! ¡Perdóneme!, reitero.
-¡Que le perdone! ¡Váyase usted a la mierda! ¡A la puñetera mierda, sabe!, vuelve a gritar amenazándome con la mano mientras yo me refugio de su ira tras la mesa.
Luego de insultarme y de cantarme las cuarenta varias veces más, dirigió los pies hacia la puerta mirándome como se hace con las personas a las que se odia profundamente y se marchó no sin antes sentenciar lo siguiente:
-¡Le denunciaré! Le denunciaré a la policía, no le quepa la menor duda. ¡Hijo de puta!, acabó de decir, mientras salía pegando un portazo cuya vibración resonó en mis oídos como las losas funerarias lo hacen en la mente de los familiares de un fallecido.
Después..., me derrumbé en el sillón intentando poner en claro qué es lo que me había ocurrido.
Luego de un tiempo indeterminado, tomé el listín telefónico, averigí¼é el número de un colega y lo marqué.
Alberto, mi compañero de correrías nocturnas en la época en que hicimos la especialidad, no cogía la llamada. Al tercer intento, decidí dejar grabado el siguiente mensaje en su buzón de voz:
-Alberto, soy Pérez Cubillas. Te llamo como paciente y no como colega. Necesito de tus servicios. Estoy realmente mal... Ayer me fui de la consulta dejando encerrado a un cliente que había ido al aseo, siendo consciente, creo, de lo que hacía. Además, antes de marcharme, desconecté el teléfono y lo guardé bajo llave en el cajón de mi escritorio. Lo dejé encerrado sabiendo que estaba allí. Me he pasado la noche dando vueltas alrededor del hospital sin saber quién era ni lo que hacía, aunque he podido transitar por otros sitios que no recuerdo. Ven a recogerme, por favor. He cerrado la puerta de mi consulta por dentro y he tirado las llaves. Después de esta llamada tiraré también el teléfono por la ventana; deben de estar cerca de unos macetones de margaritas que hay adosados al edificio. No tardes, te lo ruego.

(Alberto Perea, el amigo del psiquiatra Pérez Cubillas, cambió de número de teléfono hace poco. Algún transeúnte que de higo a breva camina por esa zona aislada del hospital, escucha unos sonidos reiterados a los que presta poca atención. Es algo así, como: Tac, tac, tac. Silencio.)
Paco Huelva
6 de abril de 2015