Con Baeza en el pensamiento (2014)
En una mañana fría, húmeda y desangelada, bajo sin prisas la escalinata de la catedral en dirección al instituto. Son las once de la mañana; me adoso a las paredes buscando algo de protección que alivie el aire que orea las calles, poniendo una leve pátina de agua en los adoquines, lo que me obliga a caminar calmo y atento en qué lugar dejo la huella de cada pisada.
Entro en el zaguán; la puerta está abierta y asomo la cabeza, con respeto, con miedo... Una señora, una profesora o una administrativa, quizá, me aborda:
-¿Qué desea, señor?
-Quisiera visitar el aula de Antonio Machado.
-No es hora de visita.
-Es que... señora... vengo de lejos, sólo por ver esto.
No pude decir más. Después de observarme con detenimiento me abrió la puerta y me conminó a que la siguiera.
En el patio central, enfrentó una de las aulas:
-Es ésta. Cuando termine cierre esta puerta y la de la calle -dijo. Y se fue.
Ni un sonido. Sólo los objetos y yo en estas cuatro paredes que transfiguro en santuario. En silencio, pisando con cuidado por no romper el hechizo camino hasta el último banco, saco del bolsillo el libro de Rubén Darío y rezo lo que tenía previsto:
"Misterioso y silencioso
Iba una y otra vez.
Su mirada era tan profunda
Que apenas se podía ver.
Cuando hablaba tenía un dejo
De timidez y de altivez.
Y la luz de sus pensamientos
Casi siempre se veía arder.
Era luminoso y profundo
Como era hombre de buena fe.
Fuera pastor de mil leones
Y de corderos a la vez.
Conduciría tempestades
O traería un panal de miel.
Las maravillas de la vida
Y del amor y del placer,
Cantaba en versos profundos
Cuyo secreto era de él.
Montado en un raro Pegaso,
Un día al imposible fue.
Ruego por Antonio a mis dioses,
Ellos le salven siempre. Amén.
Repito una vez más, en voz alta, la oración, por el mero placer de escuchar mi voz quebrada rebotando en los umbrales del tiempo allí enclaustrado.
Observo su mesa, las de los alumnos, un mapa de una España de otra época colgado en la pared, el perchero de pie en el que descansan cosas que reconozco: un abrigo gris, un sombrero y un paraguas negro...
Sin moverme de donde estoy soy capaz de respirar, ver, oler, tocar, sentir, pensar... como si estuviera en otra época, como si fuera el 1 de noviembre de 1912, día en que tomé posesión de la cátedra... cuatro meses justos después de la muerte de Leonor con tan sólo 18 años. Rosa olorosa y temprana que se fundió con la tierra en Soria, en esa Castilla que no me canso de glosar. ¡Qué dolor el de ese instante, el de esas diez de la noche de un 1 de agosto! ¡Qué vértigo, dios!
Ni el hecho de que por aquí anduvieran en otras épocas Juan de Ávila, San Juan de la Cruz o Melchor Cano, y pudiera rastrear sus pasos en esta ciudad si quisiera, pueden suavizar el dolor de este voluntario retiro, este tormento, esta llama negra, fuente segura que conduce a la puerta que vigila Cerbero.
Estoy en Baeza pero cargo en los hombros todo el peso de los recuerdos de Soria (de Castilla toda). La luz de la mirada de Leonor ¡qué fogonazo de virtudes, de vitalidad!, ahora pabilo que se agota queriéndose convertir en recuerdo, en sueño, pero que yo no consiento.
A pesar del tormento que transito me ocupo en todo lo que puedo, y estudio, y trabajo, incansable por ocupar el tiempo, por no dar descanso ni al alma ni al cuerpo. Y estudio griego -quiero leer en su idioma a Platón y a Aristóteles-, y escribo, y me licencio en filosofía examinado por Cossío y Ortega y Gasset, y descubro a Descartes y a Kant, y le escribo a Unamuno una larga carta en donde le cuento las cuitas que me acosan en Baeza y mis proyectos para el devenir, que ahora veo oscuros, matizados por el desaliento y la nostalgia porque Soria y Baeza se convierten en una misma cosa sobre la que sobrevuela Leonor, y trato de distraerme haciendo excursiones a las fuentes del Guadalquivir, esa gloria que desemboca encajonada entre Doñana y Salúcar de Barrameda, y me arraigo tanto en esta Castilla del sur que renuncio a ocupar una cátedra en Cuenca, en la "Ciudad Encantada"...
-Señor ¿se encuentra usted bien? -me pregunta la buena señora que me dejó pasar, aureolada ahora por un sol que, mientras estuve ensimismado, ha llenado de luz esta estancia sin que me diera cuenta.
O, quizá, esta luz es otra luz. La que aporta la figura de Antonio Machado en quien, como todo soñador, me he trasuntado por instantes en esta mañana que, ahora, al salir la chiquillería buscando el merecido descanso, ha perdido de golpe la calma.
Paco Huelva
Febrero de 2014