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Transitoriedad

El rojo demonio del sol acaba de marcharse. A pesar de ello, tengo la incertidumbre de no saber si oscurece o amanece, si por avatares desconocidos para mí las cosas pudieran adquirir de forma mágica la luz que poco a poco se pierde. Me fijo con atención y pasado el lapso que me confunde, compruebo cómo el aura se escapa entre las montañas y el púrpura sobrevuela las crestas de los cerros marcando negro sobre rojo la estructura accidentada de la sierra. En la soledad del campo -un aleteo de gorriatos en el alero, un ladrido al fondo, una brisa que hace sonar las hojas de los alcornoques y castaños cercanos- dibujo tirabuzones sobre el porvenir que día a día me devora y que es como un ectoplasma al que no soy capaz de dar forma.
Estoy ahora -con la mente en la ciudad y el cuerpo en el agro- poseído de lo que Kenzaburo Oé dice que ocurre a los emigrantes, "que no consiguen estar cómodos del todo en su nuevo país": que siempre son extraños. El ser humano es un animal proteico conformado por infinidad de voces. A lo largo de la vida tomarán protagonismo unas u otras en función de un montón de circunstancias. Borges, en su juventud, frecuentó bulliciosas tertulias literarias: en Madrid, se haría asiduo de El Pombo de Gómez de la Serna y de El Colonial de Cansino Assens; más tarde diría, después de rechazar al movimiento ultraísta que, "antes buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha; ahora, las mañanas, el centro y la serenidad". Hoy no deseo ser un urbanita; quiero sentirme integrado en la naturaleza; dejar que el espíritu se hinche con la dicha de las estrellas que asoman sus pabilos en el manto oscuro de la noche y que poco a poco se cierne como una corona sobre mi cabeza. Pero sólo lo consigo a ratos. Cuando menos lo espero, mi imaginación ha volado de nuevo y estoy otra vez en la urbe... Todo es transitorio, concluyo.