Tierra y viento (2014)
Se hizo el tiempo de cambiar la mesa por el zurrón, la lana por la dura tierra y la sonrisa amiga por el huraño gesto. Por decisión de no sabemos quiénes ni de cuáles orgullos o negocios, nos vimos compelidos a afrontar la guerra. Es decir, a matar. A matar con saña, o sin ganas. Con miedo o sin él.
Matar se convirtió en el objetivo esencial de nuestro quehacer, en la rutina de los días.
Nos lo repetían a cada segundo los cabecillas, lo anunciaban los tiros en desangeladas noches, nos lo decíamos unos a otros para acallar el miedo que circulaba por las venas.
En aquella época fue cuando perdí la fe y también la confianza en los hombres; fue por aquella época, por aquella...
Hoy, en las puertas del olvido, he llegado a la conclusión de que la humanidad nunca podrá configurar un mundo justo e igualitario en que vivir. ¿Un mundo justo?, ¡qué entelequia!
¡Cuántos sueños frustrados por las mentiras que nos inoculan quienes manejan los hilos del poder!, ¿verdad?
Un mundo justo. El lema que debiera ser bandera de cualquier gobierno, de todo gobierno, es sólo una frase acuñada en las mentes de quienes se han aupado a la cúspide de un sistema para adocenar a los pueblos, para confundirlos, para ganarse su empatía, solo eso.
Ningún gobernante cree en la igualdad, en la fraternidad o en la solidaridad... en todas esas cosas que predican de cara a la galería al igual que ningún Cardenal o ningún Imán cree en Dios.
Pero a pesar de todo -la Historia lo demuestra- la existencia de tales ingredientes siempre fue y será necesaria en el devenir de los pueblos.
Hoy he visitado al neurólogo. Me ha entregado un informe donde, al parecer, todos los análisis efectuados indican que voy a entrar de forma galopante en un estado irremediable de pérdida de lucidez. El doctor ha querido ser amable anunciándome que, con una serie de ejercicios más que contrastados la vida puede continuar con una cierta dignidad, pero que hay que ser muy constante "metódico, ha dicho.
Me ha mirado con pena, pensando quizá que eso podría agradarme. Le he sonreído para aliviarle un poco el aparente mal rato en que, al parecer, transita. Pero mi actitud hacia su persona proviene de la cortesía no del agradecimiento; demasiado bien sé que para él esto es un asunto de trámite, de puro formalismo.
Lógicamente el informe no me ha pillado de sorpresa. Hace meses que vengo olvidando cosas importantes y también banales.
Al cerebro parece llegarle un momento en que todos sus cubículos son semejantes... da igual la categorización racional en cuanto a importancia que en su día les diéramos a sus distintos departamentos. Simplemente, va cerrando compartimentos y es como una gran biblioteca que se fuera desmantelando por salas, por autores, o por las letras de inicio de cada título... Hasta que se cierre por defunción de la memoria. Hasta que se rompa la ilusoria pompa de irisado jabón que lleva nuestro nombre y apellidos.
En este caso aún quedará el edificio en pie, pero ¿de qué vale? Dentro de sus salas estarán todavía los libros que contienen el saber que pudo acumularse o experimentarse, también todos los sueños, los juegos, los amores, los odios, los goces... pero, nadie, nadie, podrá acceder jamás a ellos. Ni siquiera yo mismo. Se han borrado las puertas y los pasillos que daban acceso a las distintas estanterías... las ventanas por donde la luz iluminaba las quimeras por las que en otro tiempo luchamos. El cerebro es, ahora, un todo apelmazado, una roca dura e inaccesible que, como un agujero negro, se tragará cuanto fuimos.
Tampoco hay que darle mucha importancia a esto.
Cuando he llegado a casa, les he explicado a mis familiares la situación que hay. Ellos intuían que ese sería mi destino y no otro porque venían padeciendo algunas de mis distracciones y omisiones. Han puesto cara de circunstancia, como diciendo ¡menuda papeleta se nos viene encima! Y es normal que lo hicieran. ¿Qué se puede hacer contra esto? Nada.
Por mi parte, me he limitado a sonreír sin expresar mis pensamientos, a mirarlos en silencio con un poco de pena por hacerles pasar el mal trago que les queda conmigo. No puedo ahorrárselo, no hay forma de hacerlo como no sea pegándome un tiro: matándome.
He de prepararme para lo que llega, para esa oscuridad emocional donde no habrá sonrisas ni llantos.
Pienso en cómo será estar dentro de un cuerpo, de una casa, de un lugar, de un pueblo... sin saber quién eres ni lo que haces o dejas de hacer. Debe ser lo más parecido a la muerte, un anticipo de ella.
No atisbo otro ejemplo mejor. La muerte debe ser eso... sólo que aquí quedará por un tiempo innecesario la rémora del cuerpo sin el timón del cerebro que oriente los pensamientos ni los movimientos organizados.
Me olvidaré de todas las atrocidades que he cometido, de los horrores de la guerra, de las personas a las que maté por una causa que decían otros fue justa. También de los momentos de gloria, esos absurdos sentimientos de superioridad que la vorágine de la vida nos regala para hinchar pecho ante una sociedad llena de mecánicos clichés y de absurdos convencionalismos.
Dentro de poco seré tierra y luego viento.
Paco Huelva
Mayo de 2014
Un relato sobrecogedor, en primera persona más impactante si cabe. La conciencia del deterioro y la muerte es terrible querido amigo. Un abrazo fuerte, Aurora