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Muertevida (2014)


Me he acercado a ella despacio, lentamente...
Procurando mantener la verticalidad sobre millones de rastros y socavones que montañean la desierta playa.
He acomodado mi cuerpo en la ventana de un chiringuito que se sumerge en el débil terreno abrigado por la blanca arena como un barco naufragado en los rigores del invierno, acosado constantemente por los elementos, vencido por dioses airados que la humanidad nunca pudo doblegar: el irascible viento, la destructora sal, la lluvia inclemente, el sol implacable.
La escucho hablar desde el poyete en que me instalo.
Su rum rum incesante me dice que está ahí y, aunque no la vea -un médano, una barrera de tierra que se pierde a mi derecha y a mi izquierda hecha de añicos de caracolas, de moluscos y de conchas variopintas, me lo impide-, intuyo la colosal fuerza que llevan sus humedales en los tirabuzones que rompen la batiente de forma incesante e implacable.
Me asusta este ritmo arcano del universo, su dinámico estar, su constante e imparable inercia.
La vida es eso: muertevidamuertevida. Elementos que nacen y que mueren para convertirse en otros elementos. Ya está: muertevida.
Sin embargo, la humanidad se niega a ver este principio esencial del universo. Preferimos negar la evidencia, agarrarnos a un puñado de quimeras y oscuras ambigí¼edades, esconderlo en su caso bajo la pátina de la incultura o el desconocimiento, destrozarlo, romper el ciclo, matarlo: asesinar la esencia que hace posible a los seres vivos.
Sus reflujos, sus idas y venidas que enlazan con la génesis que hizo posible esta pelota hecha de elementos básicos -en la que están incluidos tanto los seres animados como inanimados que la pueblan, que la conforman, que le dan forma- en que vivimos.
Ella, la mar, hasta ahora fue dadora de vida.
Hoy, muchos mares se han secado, salinizado o, en todo caso, están siendo contaminados por la humanidad, por los seres -afirman- más evolucionados de la cadena trófica.
El depredador de depredadores, el hombre, el verdugo que mata por placer de forma inclemente y sádica, consciente, ha elegido ahora como objetivo asesinar el planeta.
A esta distancia en que la oigo, sin verla, nadie diría que estuviese ahí si su ronroneo no dejara en mis oídos la esencia que conforma la imagen de su existencia, asperjada de sal, mareada de colores, empujada por ciclópeos nervios que expanden y recogen sus extremidades hechas de espuma blanca.
Imagino, en este instante, el bíblico gozo que supondría echar a andar sobre la arena y al llegar a sus crestas airadas y fuertes, subir por ellas hasta la cima de luna de plata que conforman sus aguas y pasear por su inmensidad gozando del desconocido abismo que se esconde en su líquida materialidad.
Un médano, hecho por constantes y modificadores reflujos me impide verla desde donde estoy. Pero, no importa, sé que está ahí y que aún tiene vida aunque no sé por cuánto tiempo.
La mar.
Desconocida charca donde nació la vida; sueño de poetas, nicho de marineros, depósito de víveres, espejo del sol, dura senda para pateras que transportan personas muertas en vida, autopista de yates flamantes y dorados donde viajan algunos de los asesinos del mundo...
¡La mar!
Decido marcharme hoy sin ver sus húmedas extremidades lamiendo la fina arena.
Me basta con su sonido, con su nítido ir y venir, con saber que todavía tiene vida... algo de vida.
Paco Huelva
Octubre de 2014