Máscaras (2014)
En una época sostuvo que cometía errores porque era humano. Algo de lo que se sintió satisfecho mientras este sentimiento formó parte activa de su carácter a lo largo de un tiempo ya lejano. La única vida existente para cada cual es la que puede gozarse o padecerse.
El mundo sólo existe si uno puede dar fe de ello cual notario avezado. Si no es así, si uno muere, el mundo deja de estar, al menos para nosotros -según decía.
A quienes se molestaron en escuchar les matizó siempre que la perfección era un patrimonio exclusivo de los dioses, de todas las deidades creadas para mitigar nuestra ignorancia y permitirnos poder acceder a un consuelo paliativo de las penas a través de un mundo fuera del mundo. Nada podían hacer por tanto los que no poseyeran tal condición y mucho menos los que no creyeran en su existencia -en la de los dioses.
Por ello, cometer errores, se le antojó que debía ser el principal objetivo de una vida, de toda vida. ¿No es la existencia un ensayo continuo, un contraste permanente entre diferentes opciones para ver quiénes se adaptan mejor al cambiante medio que nos envuelve y fagocita, como una nube no deseada que impide la visibilidad de aquello que, nosotros, pobres iluminados sin conciencia, no somos capaces siquiera de imaginar?
Con tal criterio alumbrando el fondo del túnel por el que andaba desde su nacimiento, se propuso errar el máximo posible, primero en cantidad y luego, con el tiempo, en calidad.
Se convirtió en un maestro del despropósito capaz de discutir todas las filosofías, todas las leyes, todos los códigos...
Al principio fue tachado de niñato, algo más tarde de excéntrico, para, posteriormente, ser llamado exclusivamente raro.
Hasta que se le adjudicó este epíteto -que llevaba inevitablemente adosado a su presencia como una sombra alargada- pasó por innumerables adjetivos, todos ellos dignos de su irreverencia continua ante las normas establecidas por una sociedad a la que se negaba a obedecer. Los desconocidos, se quedaban boquiabiertos ante su manifiesto desparpajo. Por lo general, no hablaba si no le dirigían la palabra; pero, quienes lo hacían, sentían inmediatamente sobre su ánimo el error de haber cometido un desliz irreparable. Por costumbre, caminaba cabizbajo, ajeno al entorno y como en otro mundo, pero... si alguien osaba llamarle la atención, podía arrepentirse de dicha gesta durante el resto de su vida.
La afrenta contra el agresor era directa, sin descanso, sin cuartel... Una apisonadora descomunal avanzando sobre un juguete de látex: una verdadera catástrofe. ¿Y usted qué coño mira, tengo monos en la cara o qué?, decía, escarranchando las piernas en el suelo y dispuesto a lo que fuere.
La persona que había osado dirigirle la palabra, por lo general, optaba por la huida rápida, por desaparecer de su quizá demoníaca presencia. Estos eran los agraciados, porque, si por mor del destino osaban enfrentarse a tan deslenguada persona, se les venía encima un ciclón de imprecaciones o de puñetazos, según las circunstancias, de imprevisibles consecuencias.
Una noche, de regreso a su vivienda, se olvidó de cerrar la puerta de la casa donde vivía. Un niño de pocos años, desconocedor de la fiera que habitaba en tal morada, se introdujo en la misma. Durante un tiempo indefinido, el niño observó cómo un hombre lloraba desconsoladamente tendido en un sofá del salón. Ante esa perspectiva, el chico preguntó:
-¿Por qué llora usted, señor?
Sorprendido de que alguien hubiese descubierto su desdichada vida, se volteó como un jabalí acorralado con el colmillo dispuesto a sajar lo que fuere, pero, al mirar la cara de quien le inquiría y la candidez de su interlocutor, se levantó lentamente y le acarició el cabello como intentando reconocerlo y reconocerse.
Desde entonces, camina por las calles saludando a todas las personas con quienes se cruza. Pero, para su desdicha, nadie osa dirigirle la palabra.
Paco Huelva
Abril de 2014
En dos palabras, como diría el de Ubrique: ¡Feno menal!