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La vendimia (2014)


Malaleche camina procurando no resbalar entre los guijarros. A Cabezón no le gustan los vaivenes que da Malaleche porque se parecen a los de las cunitas de feria. Cabezón aprieta las piernas al cuerpo de Malaleche hasta que le duelen porque es la mejor forma de mantenerse sobre ella, de no darse de morros con el empedrado y partirse la boca o cualquier otra cosa. Siempre ha pensado que Malaleche busca tirarlo a posta y que cualquier día, mientras lo intenta, se tropezará de verdad y se irán ambos al suelo junto con el serón y todos los arreos. Cabezón tiene miedo a despeñarse y verse esparcido en la calle porque no le gusta que la gente se mofe de él, por eso no mira a las personas que saludan a Padre mientras salen del pueblo en dirección a las Mojeas, la viña que tienen más o menos a una legua. Padre va delante, siempre va delante. El cabestro de Malaleche va atado a la cola de Manchao, el caballo de Padre. Padre no deja que guíe a Malaleche porque ésta no se deja conducir por él. Cuando una vez Padre le dejó llevarla, Malaleche se volvió para casa en busca de la cuadra con Cabezón ofendido y humillado, a pesar de los inútiles aspavientos del jinete. Por más que le arreó entonces con los tacones de las botas a un lado y a otro del cuerpo, por más que le tiró de las riendas con saña e incluso le escupió tras de las orejas a la mula, Malaleche siguió su camino derechita al pesebre como si viniera de vuelta con la peonada finalizada. Aquel día, Padre le abroncó delante de todo el mundo y una vez más se rieron de él; desde entonces, Malaleche y él son enemigos y se tratan a patadas o a coces, según convenga.
Al llegar a las Mojeas, Padre le dice que desmonte, que vaya desaparejando a los animales, que los trabe, y que los deje sueltos en la finca del Quemao... Como siempre, Padre delante y mandando. Cuando regresa, Padre ha extendido un plástico en el suelo y anda vendimiando como si le persiguiera el demonio. Padre hace siempre las cosas muy rápido, como si tuviera prisa por acabar, o por morirse. Cabezón tampoco entiende esto de Padre, pero no dice nada y le deja hacer a su antojo. Cuando Padre lo ve de regreso, le grita, y le pregunta qué cojones hace, que coja la espuerta y se ponga a vendimiar en el liño de al lado. Cabezón agarra la banasta de varetas de olivo que hizo el abuelo antes de morir, y que él desramó una a una con la navaja dejándolas perfectamente escamondadas, y se acerca a la hilera paralela. Mira a Padre en la refriega que tiene con las plantas y también a la extensión de la finca, como valorando la tarea que tienen por delante y que sabe no finalizarán. Se sitúa ante la primera vid, coloca la cesta entre los pies, se anuda el pañuelo de cuadros negriblancos que le entregó Adelaida antes de salir de casa, se lo ajusta a la cabeza y se encasqueta sobre ella su gorra verde. Después, y justo antes de agacharse, saca la navaja del bolsillo, que siempre lleva atada a la presilla del pantalón para que no se pierda, la abre, y mientras la sopesa en una mano, con la otra toma un racimo de uva y mirando fijamente a Padre, lo aplasta entre los dedos. Luego, comienza a vendimiar con lentitud planta por planta... Cuando llena la primera espuerta, se la echa al hombro y camina hacia la manta de negro plástico donde Padre tiene ya un montón de uva cortada.
Sobre las once de la mañana, Padre llama y dice que van a parar para comer algo. Se sientan cerca de la montaña de uvas, que colecciona moscas y otros insectos en busca del grumo dulce que almibara el aire y comen en silencio la comida preparada por Adelaida, la tía. Las fiambreras son similares, igual que el contenido. Al rato, y mientras Cabezón termina de masticar lo suyo, Padre se levanta y dice: ¡Sigue vendimiando tú que yo me voy a la bodega a llevar lo que hay! Cabezón lo mira como si no fuera con él y observa cómo apareja a Malaleche y al Manchao. Luego de cargar ambos serones y mientras Cabezón vendimia, recubre ambos capachos con un cobijón, los ata al cincho de cada animal y principia a caminar con ambas bestias de reata buscando el camino del pueblo, no sin antes decir: ¡No te vayas a quedar dormido ahora, a ver si cuando venga hay ya para otra carga! Cabezón vigila de reojo la marcha y cuando lo sabe lejos, se sienta en el suelo, limpia la navaja en una hoja y empieza a rasparse las uñas con el filo de la misma. Cabezón sabe, desde hace unos días, que su tía Adelaida se está acostando con Padre y eso lo tiene a mal traer. Cuando Adelaida llegó a casa, hace un año, después de la muerte de Madre y de su salida del internado, para hacerse cargo de ambos, de Padre y de él, Cabezón intuyó que tarde o temprano habría problemas otra vez. Durante un tiempo, Adelaida venía de noche a su cama y le hacía guarrerías, diciéndole al oído que era su niño pequeño, su pequeño niño, que ahora tenían los dos un secreto y que no debía enterarse nadie, y mucho menos Padre. A Cabezón le entusiasmaba el cuerpo caliente de Adelaida y gozaba con los suspiros entrecortados que daba en sus oídos cuando se le ponía encima. Pero últimamente Adelaida lo visitaba con menos frecuencia. Una noche, se escondió tras las cortinas del salón, cercanas al cuarto de Padre, y comprobó cómo Adelaida, desnuda, como cuando se presentaba en su estancia, entraba en la habitación de Padre y luego cuchicheaban mientras se hacían cosas. Ese día juró que los mataría a ambos, no iba a consentir que se rieran de él en sus propias narices. Una vez, Don Alfredo, el cura del internado donde pasó dos años después de la muerte de Madre, le dijo que iría al infierno, que ni el purgatorio era buen sitio para él. Luego, lo dejaron salir..., Adelaida vino a cuidarlos y él se olvidó de lo que el cura había dicho. Pero, lo que ocurrió entonces no lo iba a pasar de nuevo, y Padre debería saberlo, debería saberlo de más. Cogió un trozo de tejoleta y con exquisita parsimonia, empezó a afilar la navaja con lentitud mientras rumiaba los acontecimientos venideros.
Cuando atisbó a lo lejos la figura de Padre y de los dos animales, echó a un lado la tejuela, se metió la navaja en el bolsillo comprobando que estaba bien armada y con el seguro en su sitio, y se recostó en el suelo poniéndose la gorra en la cara, como para guarecerse del sol o de la vista de Padre; porque si Padre lo miraba a los ojos, sabría lo que iba a ocurrir y entonces jugaría con ventaja: le ganaría la partida. Cuando Padre descabalgó de Manchao empezó a reclamarlo dando voces. Él se mantuvo en su sitio, sin moverse, tal como había pensado que debía ser. Padre siguió los liños vendimiados hasta que dio con él, pero no se acercó. Cuando menos lo esperaba, notó un fuerte dolor en la cabeza producto de una pedrada, y se levantó de un salto quedando frente a Padre con el pañuelo reatado a la cabeza y la navaja en la mano, que como un relámpago había aparecido en su diestra. Miró a Padre con furia y comprobó que la hoja afilada de la cuchilla de injertar brillaba también en la suya. Ambos supieron en ese momento que uno de los dos, por fin, acabaría allí sus días. Padre se abalanzó, lanzando el brazo armado, pero erró el golpe; momento en que él aprovechó para tirarle a la cara un puñado de tierra que había recogido del suelo al tiempo de levantarse. El lapso que Padre tardó en limpiarse los ojos, le valió a Cabezón para asestarle un buen manojo de empellones que dieron con la odiosa figura de Padre en el suelo, cubierta de rajaduras. Luego, mientras Padre se olvidaba de la vida, él le recordó que no debió matar a Madre porque le hiciese compañía en la cama; tampoco hizo bien al convencerle para que dijera a la policía que había sido él quien la mató en vez de Padre. No debió hacerlo, no, pero lo hizo, y él se dejó llevar jurándolo ante Madre muerta. Ahora las cosas estaban en su sitio, donde debían estar. Cabezón esperó a que agonizara mirándole de frente, y luego, se metió la navaja abierta en el bolsillo y encaminó los pies hacia el pueblo. Al descabalgar la aldaba y empujar la puerta, Adelaida se asomó al pasillo desde la cocina. Por un instante, cuando le vio solo y sin Padre, los ojos de Adelaida dieron fe de todo lo que había sucedido en el interior de las paredes de esa casa y de lo que de inmediato iba a ocurrir.

Paco Huelva
Huelva 08/10/13
archivado en:
Benito A. de la Morena Carretero
Benito A. de la Morena Carretero dice:
01/02/2014 11:43

Eso sí es hacer literatura. Querido amigo, te superas cada vez mas en este estilo y celebraría que siguieras por ese camino que, a mi entender, enriquece las mentes de tus lectores. Un abrazo