La mina (2014)
Te dije siempre que cuando fueras a cruzarte con él por la calle no le mirases a la cara. Te lo dije muchas veces. Muchas. No me hiciste caso y por eso te pasó lo que te pasó. Hasta los que están arriba saben que la culpa no fue mía, ni siquiera de él, la culpa es tuya por no hacerme caso, de nadie más. Todo el mundo sabía en el pueblo que el Rogelio tenía algo especial en la mirada; alguna especie de compadreo que enredaba a las mujeres sin que éstas pudieran negarse. Ya de pequeño era así, traía a todas las niñas del Terrascal medio locas. La muchachada se pasaba la tarde hasta bien entrada la noche, vuelta arriba y vuelta abajo por la calle del Rogelio, por ver si éste se asomaba a la ventana o salía de casa y le enganchaban la mirada. Incluso las madres, ya maduritas, cuando iban a algún lugar, rodeaban lo que fuere para pasar por La Corneja, la calle donde vivía por ver si pillaban algo ¿si no, qué cosa bicheaban? Fueron las mujeres mayores las que terminaron de enseñarle; de forma que si cuando nació ya era así, con el crecimiento y la ayuda de las viejas, se volvió algo imparable. Me he preguntado, desde que eché a tu madre de casa, qué cosa es esa que le sale por los ojos no sé de qué manera, para que toda mujer que lo mira, tenga la edad que tenga, enmaridada o no, se haga agua en su presencia. Esa es la gracia del Rogelio, que mira a una mujer de entero y sabe de qué está falta. Las que están faltas van a verlo y él siempre les da lo que necesitan. Las que no lo están, también acuden ahora y, al parecer, Rogelio siempre les encuentra algo, alguna fisura que él puede sanar. Por eso le tienen tanta querencia, sólo por eso, porque sabe solucionar las cosas de las mujeres. Digo yo que algo tendrá que ver el que los hombres de este pueblo nos pasemos semanas enteras y a veces hasta meses sin venir a casa, destripando guijarrotes en la finca de Don Mauricio; allí donde dice que hará una mina a cielo abierto porque una vez soñó que en La Malaleche, que así se llama, donde no paran más que los buitres y las lagartijas, y que está a un par de leguas en dirección norte, hacia Sierra Pelada, hay una veta de oro y plata del tamaño de un río subterráneo. Por eso yo siempre he creído que, aparte de lo que haya de verdad, que ni entro ni salgo en la porfía, el Rogelio también juega con ventaja. Porque nosotros, cuando llegamos a casa después de haber dormido durante días sobre los pedruscotes, buscando un hueco donde hacer una cobija y acurrucarnos, no estamos para muchos trotes y solo buscamos la sombra, el saciar la sed que corroe nuestro gaznate con un cuartillo de vino en la taberna del viejo Parrales, y dormir, dormir y soñar sereno. Y eso le viene muy bien al Rogelio, que de esa manera agranda su fama. Porque no sé si llegaste a saber, me lo ha dicho Parrales y él está bien enterado de lo que pasa aquí, que ya vienen mujeres de los pueblos vecinos y que a veces hay altercados en los alrededores de La Corneja. Al parecer, algunas mujeres están haciendo guardias para que no entren hembras de fuera. Dicen que lo hacen porque lo van a desgastar demasiado y luego no podrá cubrir las necesidades del pueblo. A mí esto me parece una barbaridad, una cosa que no entiendo. Pero bueno, yo nunca aprendí ni las cuatro reglas, por lo que no sería extraño tampoco que las cosas fueran así y yo no las comprenda. Cuando vine hace dos meses, y Parrales me dijo delante de la gente que tu madre había estado haciendo cola para que la cubriera Rogelio, se me agrió el cuartillo que me acababa de tomar, y me subió al gaznate una como bilis que no solté hasta que llegué a casa y le dije que cogiera sus cuatro cosas y se largara volando: ¡Vo lan do! Le di media hora para hacerlo, pero sólo necesitó unos minutos: pareciera que lo estuviera esperando. Ahora dicen que anda por el puerto de Valdesaco y que se dedica a arrumacar marineros. Ella nunca estuvo a gusto aquí. Desde que llegó no vio la forma de irse, y puede que lo del Rogelio le viniese como llovido del cielo. Pero bueno, eso ya pasó. Pero lo tuyo no me lo esperaba. Cuando vine la última vez, cuando se fue tu madre, no noté nada. Pero este golpe, no más te eché la vista encima me dije ésta está preñada. Por mucho que quisiste enfajarte la barriga no sirvió de nada porque el bulto escondido se te notaba en los ojos, en los brazos... en la cara. Nada necesité preguntar sobre el padre, no hacía falta. Cuando llegué a casa del Rogelio con la escopeta cargada, a las mujeres que estaban de ojeo en la calle y a las que estaban esperando turno en Las Cornejas, se les apabulló la premura y se largaron en bandadas. Le descargué toda la canana; ni un cartucho dejé para evitar tentaciones de seguir disparando a todo cuanto se me acercara. Luego, me fui a casa de Parrales, que me recibió con una palmada y en vez de un cuarterón, como siempre, me sacó una litrada y me dijo: ¡Hoy pago yo, hoy invita la casa! Pero no pude acabarla, de nada me valió la regalada. Un griterío enorme que venía de nuestra casa, se alzó por la plaza del pueblo arriba hasta unirse en el aire con los que procedían de La Corneja. Ese griterío unido debió ser el que empujara a las campanas de la iglesia, que empezaron a repicar duelo sin que nadie las tocara. Luego me llevaron a casa en volandas y prácticamente, ya no sé más nada. Una vez que te vi, colgada de la viga de entrada, me entró un revenido de golpe como si la tierra también me llamara. He largado a guantazos y a patadas a la mujerada llorona que se había instalado en casa, que no sé si gemía por ti o por quien durante tanto tiempo les sirvió de coartada para no morirse de asco, en este lugar al que nunca debimos llegar y de donde ya nunca nos moveremos. Y eso es lo que hay, hija mía. Aquí estamos los tres: tú muerta, con mi nieto muerto, y yo preguntándome si he de matarme ahora o cuando os deje enterrados.
Paco Huelva
Febrero de 2014