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La escritura y su edición

Domingo noche. Me siento frente a la pantalla en blanco de Word. Tengo que escribir un artículo -que debo enviar mañana- para que sea publicado en este periódico el martes. No se me ocurre nada. Nunca he sentido el vértigo que supone estar falto de ideas a la hora de enfrentarme al "papel", pero, parece, que todo llega: sólo es cuestión de esperar -me refiero al vértigo-. Me acuerdo de un rehilete de Larra -ese sí que era una gran articulista, quizá el mejor junto con el recién fallecido Haro Tecglen, bueno..., y Umbral entre otros, y no los que ahora escribimos- que decía: "¿Conoce usted El barbero de Sevilla? No señor -respondió-, yo me afeito solo." Pues eso. Que uno puede estar intentando expresar una cosa y, en realidad, los que lo leen, podría ser que comprendieran otra. Por tanto, esto de escribir puede que sea un ejercicio absurdo aparte de inútil -que ya lo es, como toda manifestación artística- porque, si lo que manifiesto, al final no es comprendido por nadie ¿para qué escribo?
Me sirvo un buen vino, un néctar, que como se sabe era la bebida de los dioses por ver si me iluminan el camino. Muchos literatos necesitaron escribir borrachos, incluso, en algunos casos -no voy a citar nombres- se acompañaban de drogas, a veces blandas y a veces duras. No es mi caso. Ya sereno escribo tonterías, borracho podría decir barbaridades, seguro. Caballero Bonald en su último libro de poesías "Manual de infractores" dice, que: "Hay que huir de la contemplación pasiva y del autismo cívico". ¡Casi nada! ¿Querrá esto decir que alguien que escribe ha de ser crítico con el poder, con cualquier estructura de poder; que ha de seguir exclusivamente los dictados de su conciencia? Pues según. Si puede, sí. Pero son los menos. Los más están comprados.
Con los premios literarios "grandes" ocurre lo mismo. Lo de los jurados es la pantomima del siglo: el premiado y el finalista están elegidos por el editor, quien, además, decide sobre lo que hay que escribir; eso lo saben hasta los niños por destetar, aunque ya, por no dar, ni se da la teta -a los niños me refiero-.
La semana pasada Manuel Moya -que gasta barbas y melenas de espécimen del cuaternario-, que domina la pluma como pocos en nuestra provincia y que acaba de editar un magnífico libro de relatos llamado "La sombra del caimán"- y yo, adquirimos al mismo tiempo un ejemplar de la última novela del cordobés Gutiérrez Solís: "El batallón de los perdedores". Si uno lee este libro y además es aficionado a esto de garabatear palabras, desde luego, se le caen los palos del sombrajo. Solís, que tiene ya en su haber ocho novelas editadas, prosigue con el estilo que marcó en su libro/DVD "La novela de un novelista malaleche". O sea -aunque lo suyo es que lo averigíen ustedes, porque pudiera ser que yo tampoco entendiera lo que leo, oigo, veo, palpo y/o siento-, que, esto de dedicarse a encadenar palabras, que ya viene de antiguo, es una profesión de la que no se come, a no ser que uno sea primo de alguien que a su vez conozca a alguien que se acueste con quien toque -da igual que sea hombre o mujer, por lo que tengo entendido en el mundo editorial son muy refinados y te abren ¡qué palabra, abren! todas las posibilidades con nada que "caigas" bien-.
He de decir que, dentro de poco, publico un nuevo libro, pero, juro que no me he acostado con Marcos Gualda que lo edita en Cacúa. No me gusta nada Marcos. Me refiero, claro, para los menesteres amatorios; no es mi tipo precisamente.
archivado en:
manuel rubiales
manuel rubiales dice:
31/10/2006 09:15

Para haber empezado con la mente en blanco, (white minds que diría alargaor), mi admirado Paco, te ha salido un artículo muy completito, al leerlo casi, casi, me ha parecido que estaba conversando contigo en lugar de estar leyéndote.
Vino y besos compañero.