Usted está aquí: Inicio / Paco Huelva / Blog / La búsqueda

La búsqueda

Sé que me están esperando. En algún lugar de este mundo o de otro, en algún tiempo -incluso puede que fuera de él-, alguien o algo me espera.
Mis días están afectados por ese conocimiento insoportable que me hace perder la calma, que desmadeja mis nervios.
Necesito escribir lo que me ocurre -aunque no sé cuánto tiempo podré hacerlo-. La violencia que esta situación genera en mi fuero podrá quedar así encerrada en el interior de las palabras. En algún momento sin embargo, estallará liberada de sutiles y abecedarias cadenas.
Si como digo, escribo incesantemente es porque lo necesito: porque estoy conmovido por este escenario al que permanentemente vivo ligado. Debo encontrar ¡no sé dónde!, el coraje necesario para decir lo que pienso: sin llegar al rubor, haciendo caso omiso a las opiniones ajenas. Algunos, lo sé, encontrarán cómico mi estado, pero la tragedia humana rara vez está separada de la hilaridad.
¿Cómo encontrar lo que pena por mi ausencia? ¿A qué puerta llamar para insuflar vida a lo que sin mí eternamente se muere? ¿Qué debo hacer para definir una edad, un género, una composición, una forma determinada a algo que es sólo una presencia de ánimo, una manifestación de mi cuerpo?
Viandante de un túnel oscuro, persigo, tiempo ha, señales que encaucen mi búsqueda y den consuelo al tormento de mis noches y mis días. Como horizonte de mar, la línea de la vida se ha vuelto casi plana, apenas curvada, sin sobresaltos. Una sola idea fija gobierna el timón de mis quehaceres diarios...
Me estoy quedando cadavérico. Mi cerebro está ablandado por el húmedo fluir de pensamientos inconexos. Con los ojos abiertos y los oídos atentos espero ver y escuchar pronto -¡habrá de ser pronto o no será!-, la palabra deseada, el ritmo cadencioso.
Echo de menos su inconcebible figura -tan perceptible sin embargo en el dolor que mi angustiado cuerpo soporta-.
Un fino y sólido lazo, hecho de luz -deslumbrante rayo-, une nuestros pensamientos.
En cambio la palabra -esa dulce transmisión de sentimientos- no llega.
Los intrincados rincones del alma -ahora oscuros, muy oscuros- esperan poder iluminar sus recovecos con la dicha de su presencia.
Me esfuerzo en darle forma, en establecer una idea respecto al objeto que anhelo, pero siempre se escapa. ¿Estará hecha de la materia de los sueños? No sé. No conozco su génesis ni su estructura ni el destino futuro de sus elementos.
Por otro lado -pienso-, ¿cómo podré reconocerlo? Y, si ello es posible, ¿qué debo hacer?, ¿debo presentarme? : "¡Hola!, soy la persona que esperabas. ¿Reconoces mi voz, mi mirada, mi agradecimiento? Soy lo que soñabas, lo que un día llenará de felicidad tu cuerpo." ¡No sé, no sé!
¿Qué aspecto tendrá? ¿Pudiera no ser una persona y ser sólo un sentimiento? ¿La utópica felicidad pudiera ser un paisaje, un soneto, un estado de gracia o una beatífica tranquilidad no encontrada que sosegara el mar de dudas donde navegan los pensamientos? Es posible ¡Sí, también sería permisible! Incluso..., por qué no: podría ser el rastro de algún poeta leído y ora olvidado que conecte así su filosofía de vida -el poema escribe a su poeta, decía Blanchot- con nuestro insatisfecho ánimo siempre alerta y con sed de conocimientos; o, tal vez -siempre hay posibilidades-, nos hayamos desviado del hábil camino trazado por los "dirigentes" y, como el Holandés Errante, navegamos por un mundo imaginario en un mar sin puerto posible para el regreso.
Ahora bien, cómo discriminar lo ajeno, lo raro, lo extraño a nosotros. ¿El horizonte vivencial marca los límites de las experiencias posibles o se puede ir más allá? ¿Es que los minerales, los vegetales, los animales irracionales no tienen "vida"? Parménides, el viejo filósofo, decía: "lo que puede pensarse es lo mismo que aquello por lo cual existe el pensamiento". Pero eran otros tiempos..., eran otros. En estos momentos, ahora, mi único objetivo es encontrar ese "qué" que de respuestas a mis preguntas, que destruya la zozobra instalada como carcoma en la débil madera corroída por las dudas que emborracha mi comportamiento.
Sé que no encontraré las respuestas, lo sé cierto. No obstante, dedico toda mi energía, sin reservas, a la obtención de indicios que den luz a esa negra suerte de remordimientos clavados como raíces frondosas en la abonada tierra de mi desconcierto. Fuerte crece el árbol de la duda cuando es regado por la ignorancia y la apatía.
Camino expectante pero no veo. Todo, todo lo que hay lo observo con detenimiento: pero no veo. Mi dedicación raya lo patológico: he dejado el trabajo, muchos días hace que no duermo. Sólo busco, busco y no encuentro.
Puede que sea el hambre, la desorientación o mi propio decaimiento pero me están fallando las fuerzas. Mil vueltas he dado ya a este procedimiento. No sé si vale la pena el camino, el ímprobo esfuerzo. ¿Es que no hay respuestas? ¿Deberé vivir instalado en este cisma toda la eternidad? ¿O podré con la senectud -ausente de conspicuos deseos- encontrar la serenidad, la tranquilidad del nonato en el seno materno? ¿Será lo que me espera sólo el equilibrio que la razón, instalada en un sosegado entendimiento produce en las personas viejas, sabias por el tiempo? ¡Difícil dilema para contestar hoy! ¡Habrá de ser en otro momento! ¿Cómo aceptar que quien espera es mi propio razonamiento -cargado de dudas ante el sinuoso y tambaleante desconocimiento en que me muevo por el mundo-?
No obstante, amado lector -o lectora, claro está-, qué difícil es vivir entre la realidad y los sueños; entre lo cotidiano y lo extraordinario; entre lo prosaico y lo poético; entre, en definitiva, lo externo y lo interno.
Quizá me encuentre algún día. O, con suerte, comprenda que lo que busco no está fuera de mí sino dentro. En ese momento -seguro- podré decir, como la madre de José Hierro: "ahora sólo espero morir enteramente, en cuerpo y alma, y ser olvidada". Quizá, la vida sea sólo eso: aprender que la muerte es parte de la vida, sólo un eslabón de la vida en eterno retorno surgiendo.