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Imágenes (VI)

Hoy me han llevado al cementerio para despedir a mi marido. He vivido con él más de cincuenta años. Es el único hombre con quien he mantenido relaciones y ha sabido colmarme de dichas aunque a veces hayamos discutido. Ahora que se ha ido, que la muerte me lo ha arrancado de un sablazo, nada de lo que aquí queda me interesa. Me iré con él pronto, me dejaré morir. Sí, están mis hijos y mis nietos, lo sé, pero eso con ser importante, muy importante, no me llena lo suficiente.
Llevo años en una silla de ruedas por problemas óseos. Una chica colombiana que me atiende desde el comienzo de la enfermedad me ayuda en las tareas esenciales. Se ha convertido en alguien de la familia para mí, quizás en la más importante después del que hoy he enterrado. No es que mi familia no me atienda, es que ella se hace querer y siempre está a mi lado, mientras que los míos, están siempre ocupados con sus cosas: es natural, no se los reprocho.
Cuando he llegado a casa le he dicho que sacara del ropero el mantón de Manila. Le he obligado a que lo coloque sobre mis hombros y me acerque ante el espejo. Le he pedido, además, que maquille mi cara y borre las huellas del llanto y el dolor que me ha producido la marcha de mi hombre. No es fácil arreglar la calavera que soy donde la muerte está ya anunciada, pero ella ha hecho lo posible. Soy un adefesio. No me reconozco en la imagen que tengo frente a mí. Mientras él vivió, tuve fuerzas para aguantar la vida, si es que a esto se le puede llamar tal cosa, pero ya se acabó. No quiero alargar este padecimiento. Me dejaré llamar por la muerte; ella acudirá solícita, lo sé.