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El color de la sangre de las princesas, de Rosa Díaz (2014)


"...aprendí a convivir con la disparidad de criterios."
No hace mucho que conocí personalmente a la escritora Rosa Díaz. Un aluvión. Una persona de la que emana siempre la palabra franca: el verbo preciso acunado con el rigor que la reflexión aporta al conocimiento de los seres y de las cosas. Que sabe que el Uno y el Todo presocrático están conformados con la misma alquimia, pero, en su caso, ese aserto no ha sido interiorizado en proceso de aculturación alguno -que debiera ser el natural- sino que nace de un enfoque distinto de ver y andar la vida. Por un mirar viendo por continuar en la senda helénica, que es el que permite al individuo hacerse universal, heterodoxo y solidario.
Acabo de finalizar su poemario El color de la sangre de las princesas, editado en 2003 en la "Colección Melibea", que fue galardonado con el accésit del Premio de Poesía Rafael Morales en 2002 por un jurado compuesto por José Hierro, Antonio Hernández, Ángel García López, Joaquín Benito de Lucas y Carlos Gil.
Antes del magnífico prefacio realizado por Juan de Dios Ruiz-Copete, la autora confiesa sus intenciones en una frase que a día de hoy sigue pesando -o debiera pesar- como una losa funeraria en la conciencia individual y colectiva, pero que, todos los regidores del mundo que hollamos, evaden en el ejercicio de gobierno de la res pública: "Quiero unirme con este libro a la solidaridad que necesita el mundo para una integración total. Quiero señalar, -señalarnos- a todos los que, con la aceptación o la ignorancia, retienen -retenemos- los "carnés de dignidad" de los que habitan los palacios de la mugre.
En "Hijos de un dios mayor", incluido en este texto, dice Rosa Díaz:
Ellos hicieron posible el usar y tirar, el vaquero, la Metro, los ojos de Paul Newman. De Margarita Cansino, sacaron a Gilda desnudándose el brazo. De una miope, la mirada orgásmica de Marilyn. Del séptimo de caballería, el adiestramiento de los indios para que gatearan por Manhattan ejerciendo el funambulismo, y construyeran la escalera de Jacob y las torres de Babel. John Wayne puso los puños, Marlon Brando el rostro y Bogart el rubio americano. Habían salvado al soldado Ryan y echado a Nixon de la Casa Blanca.
Ellos, los de la silla eléctrica y los Oscar, los de William Wyler y el Bronx. Los que nos enseñaron la cinematografía de la guerra y el suicidio de Madame Butterfly. Los que hicieron rico a Rex Buttler y soberbia a Escarlata O`Hara. Los que vivían serenos y santos en su país de hierro.
A ellos les ha llegado el horror cuando los aviones volaron bajos, o sea, en ese vestíbulo sideral del emporio del dólar y sus complejidades. Y nosotros, los que jamás creímos en los héroes ni en la arrogancia. Los que hemos puesto la otra mejilla y estamos en el camino de la paciencia. Los que repudiamos el Ave César y el pulgar hacia debajo de Peter Ustinov, nos hemos remitido a esperar.

Toda una génesis filosófica que condensa la visión a la vez distanciada y comprometida de Rosa Díaz: un "estar sola rodeada de gente y en silencio dentro del ruido" que le permite visualizar el cosmos desde la sembrada tierra de una personal reflexión sobre el entorno.
"Me alimenté de lo viejo", ha sentenciado Rosa alguna vez. Ese conocer, ese estudiar el pretérito, esa afición por la lectura y la escritura que le han acompañado desde la niñez, hacen de sus artículos, de sus poemas..., de su obra en general, un compendio, un código de axiomas que saca las vergí¼enzas a una sociedad enfebrecida por el color del dinero y por la avaricia. Por ese estar y no ser que domina nuestro comportamiento y que ha hecho que seamos eslabones de la cadena diabólica que transita sin sentimiento, sin vergí¼enza, sin compasión, sin horror... por los males que oprimen el mundo, diseñados con meticulosa escrupulosidad en los laboratorios donde se elabora la droga del poder que sólo unos pocos atesoran.
El color de la sangre de las princesas no es un libro para meapilas ni para políticos poco o nada comprometidos con aquello que, sin embargo, proclaman a voz en grito o redactan en filibusteros programas de gobierno y códigos éticos. Para todos aquellos que, a pesar de sus falsas proclamas, abandonan a los sin techo, a los sin nada, a los que viven pendiente de conseguir un trozo de pan duro en una bolsa de basura o una colilla abandonada en una ciudad cualquiera de las que pueblan este globo que temporalmente nos aglutina, dicen, que en sociedades civilizadas.
Rosa Díaz posee un mundo literario y una concepción particular del mundo, como es lógico, pero, ese mundo, real o ficticio, mal que les pese a algunos, es en realidad el mundo de todos. Un basural para los más. Un verdadero pandemonio: Mira el Sanedrín amiga mía, son ellos, los de siempre, los de la intriga y la cal.
Pocos libros me han llenado tanto en mis últimas lecturas como éste. Han abierto las ventanas de lo que soy, de lo que somos. Han revuelto más si cabe mi rebeldía. Me han inducido a continuar en el camino de la denuncia utilizando como arma la palabra, ese elemento que nos diferencia de lo puramente animal que hay en todos nosotros.
Paco Huelva
Abril de 2014