Disquisiciones (2016)
Hay un momento en la vida de cada persona en el que, reflexionando sobre sí, ha de preguntarse si merece la pena el esfuerzo realizado para llegar a ser lo que es. Este curioseo -aparte de tener muchas respuestas, tantas como individuos-, viene aparejado con el desasosiego que nos produce el hecho de que enfrentados a un espejo, no nos reconocemos en la imagen que nos reintegra. Tiene el espejo esa cualidad de devolvernos una imagen de alguien que se parece a nosotros pero que no somos nosotros. Sabido es que Borges tenía una gran fijación con los mismos hasta que la ceguera lo liberó de ese tormento.
Si a ello le sumamos que cada uno de por sí es una amalgama de existencias que intentan ser un solo ser y que, dependiendo de las circunstancias, actuamos de una u otra forma en función de intereses particulares, políticos o coyunturales, pues, apague y vámonos.
Si decimos que Alberto Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis, Bernardo Soares, Vicente Guedes, Fernando Pessoa o Álvaro Coelho de Athayde (del que la editorial la Isla de Siltolá acaba de publicar La educación del estoico, traducido por Manuel Moya y con un prólogo exquisito del filósofo Julio Moya), son todos el mismo individuo, pues lo más probable es que haya lectores que no se lo crean. Y estarían en su derecho, porque, cada uno de ellos pensó de una manera, nació en un lugar distinto y escribieron libros distintos.
Vivimos instalados en una quimérica ambigí¼edad y nuestro conocimiento de la realidad es ínfimo; tanto, que aún utilizando los mismos signos de lenguaje, nuestros ideogramas pueden ser incomprensibles para los otros.
Además, nos han educado para reservarnos, para no decir lo que pensamos. No hay más que mirar a los líderes políticos. Uno tiene la certeza de que nos están mintiendo. Siempre. Sin excepción alguna. Y sin embargo los votamos, una y otra vez. Un misterio, mire.
La verdad, nuestra verdad, casi nunca sale a flote, siempre queda escondida. Somos actores que ejecutan un personaje. El mundo es un gran teatro donde la individualidad se pierde para formar parte de una cadena que tira de nosotros hacia un inevitable destino: el modelo de sociedad donde hayamos nacido o estemos inmersos.
Cada uno de nosotros es un pequeño "museo de minucias efímeras" -como denominaba Borges a los periódicos- donde resulta casi imposible no rozar la locura. La capacidad humana para interrogarse tiene estos inconvenientes: podemos perdernos en el camino.