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Caminos paralelos (2015)


No sé por qué, aquella tarde, después de tantos años y mientras el horizonte se convertía en una barra púrpura que animaba a la ensoñación, ella regresó y se hizo presente eclosionando en mi cerebro y ocupando todos los espacios del mismo.
Hace tanto tiempo de aquello que apenas soy capaz de dibujar su rostro o imaginar su cuerpo..., sin embargo, recuerdo exactamente todas y cada una de las pocas palabras que pronunció en mi presencia.
Ocurrió, si no me equivoco, cuando estábamos a punto de finalizar los estudios primarios.
Hoy sé que siempre estuve enamorado de ella aunque nunca se me pasó por la cabeza insinuarlo.
Ella era una niña rara, muy rara, decían todos.
Una tarde, mientras algunos compañeros de ambos jugaban en el malecón, y nosotros -ella y yo- contemplábamos el atardecer diluyéndose en el horizonte, como ahora, tal que ahora, en ese instante justo en que el sol refleja un foco ambarino sobre el magma inquieto de las aguas del mar, ella, Nil -se llama Nilda, pero la denominábamos con ese diminutivo-, sin venir a cuento, dijo lo siguiente:
-Me acuno en un estado supremo cuando paladeo las palabras.
Yo la miré, temeroso como era de sus reflexiones y ansioso por comprenderlas y agradarle, cuando, ensimismada como siempre en ese mundo inaccesible en que vivía, continuó:
-Hasta el punto que su hálito eriza el vello de mis brazos.
Dijo aquello como siempre, hablando para sí, mientras, aparentemente, observaba las olas acariciando y envolviendo a las rocas del acantilado. Luego, se eternizó mirando al bermellón del horizonte que iba sustituyendo al cegador ámbar que habíamos tenido hasta entonces como si nada hubiera salido de su boca.
Concretamente el mismo espacio, la misma estampa que, hoy, aunque en otro tiempo, casi sesenta años después, observo desde la atalaya de la residencia en que vivo: un geriátrico especializado en personas con problemas mentales en el que ando recluido y abandonado por todos.
En aquella ocasión en que ella pronunció las palabras citadas, yo, tímido hasta la extenuación y temeroso de las palabras -esos ideogramas que una vez pronunciados encadenan o liberan a quienes los pronuncian- como soy, no supe ni pude decir nada: me fue imposible. Además, he pensado infinidad de veces que hubiera sido como interrumpir una especie de plegaria, como entrar en un sueño ajeno, como interpretar en prosa el poema de otro, como... destrozar el ensimismado encantamiento que hacía de ella ante mis ojos una fuente de luz clara, arcana e incomprendida. Así que, opté por mirar hacia donde ella lo hacía intentando descubrir en la postal del paisaje que estaba frente a nosotros, las claves de sus pensamientos, los signos inequívocos que me harían comprender o intuir algo más de Nil, esa totalidad que estaba sentada a mi lado, esa desconocida presencia que ella era para mí y que yo amaba sin saberlo. Pero... ante su mutismo posterior y mi incapacidad para expresarme, comprendí, entonces, justo en ese atardecer, no sin dolor he de decir, que Nil nunca sería mía; entre otras cosas porque jamás pertenecería a nadie: ella tenía su mundo propio. Algún resorte desconocido había determinado, quizá desde su concepción, que el objeto de mi deseo fuera un organismo autónomo e independiente que nunca sentiría la necesidad de interrelacionarse para conseguir la plenitud, la completud de su vida, la unidad consigo misma que conformaría en el futuro esa identidad independiente y única que era su persona.
Hoy sé que estaba equivocado.
Como un año después, Nil se había superado a sí misma en su ostracismo. Estando en secundaria, creo, casi todos los compañeros de clase la tomaban por loca, por un ser extraño que se movía por combinaciones desconocidas para el común de los mortales, además de inaccesible dado que los caminos que podrían llegar hasta ella estaban diseñados en su cerebro y nos resultaban indescifrables a todos cuantos la rodeábamos entonces.
Sin embargo, la señorita Guche, nuestra profesora de literatura, que siempre demostró públicamente una atención individual hacia su persona y que le tenía un cariño especial, nos hacía leer poemas de Nil, mientras manifestaba en clase que estaban llenos de una sensibilidad privativa, de un buen hacer impropio para su edad y plenos de una vitalidad intrínseca nada acorde con el tiempo que transitábamos.
Otro día, algo después, en algún lugar que ahora no soy capaz de precisar -aunque me asombra que no haya olvidado sus palabras exactas-, Nil dijo:
-Las toco en una caricia poética y se me eriza el cuerpo en su totalidad.
-¿A quiénes? -me atreví a preguntar en una demostración de osadía que aún no sé cómo supe afrontar.
-A las palabras -dijo-, y volvió a su inmisericorde mutismo.
Ante su endiablada respuesta: ¡tocar las palabras!, ¿cómo se pueden tocar las palabras?, ¿cómo se hace para pasar las yemas de los trémulos dedos, no de forma metafórica sino real, por algo tan intangible como una palabra? Ante su respuesta, decía, no me quedó más remedio que asirme a su mutismo, estar junto a ella que era lo que anhelaba, tal que el náufrago que intenta salvar la vida agarrándose a los restos del siniestro sin importarle de qué objeto se trata excepto del conocimiento primigenio de que flota, de que no se hunde en el desconocido abismo.
Dejé vagar el pensamiento sellando en mi fuero interno que intentar comunicarse con Nil era como hacerlo con el personaje de un sueño o como intentar dialogar con la imagen que nos retorna el espejo.
Algo más tarde, y producto de mis lecturas borgianas, llegué a la conclusión de que, al igual que la imagen grabada en el azogue al que nos asomamos diariamente compone la totalidad de lo que somos -el que está fuera y el que se refleja en el cristal o en las pupilas de los demás-, nuestra imagen real, no la que nosotros pensamos que somos ni la que los demás ven o el cristal refleja, nuestra verdadera imagen, decía, era la suma incondicional de ambas partes. Aún más, yo mismo, no era más que el reflejo que Nil componía de mí en sus sueños más los que yo pensaba que era para Nil. Una y otro, otro y una, éramos partes indisociables de algo que yo entonces no supe definir como amor.
Nil apenas hablaba excepto cuando lo hacía con ella misma. Pero en aquel tiempo yo no había llegado a comprender que formaba parte de ella, de su particular mundo y de su vida: su única y mi única vida. Para cuando comprendí esto ya fue tarde para ambos. Es sabido que nadie habla o escribe excepto para sí mismo, a la vez que nadie habla ni escribe de nada que no sea de él mismo. Mi error fue no asimilar entonces que yo formaba parte de Nil y, por tanto, cuando ella hablaba para sí lo estaba haciendo conmigo.
Otro día, en que me acerqué a ella por detrás sin que notase mi presencia, ensimismada como andaba en sus pensamientos, le escuché decir lo siguiente en voz alta, mientras en su mano derecha mantenía un extraño cristal que había recogido del suelo -y que yo, iluso de mí, no acerté a comprender entonces que también reflejaba mi figura aparte de la de ella.
-Si te miro, pedazo de cristal poderoso en tu fracaso, veo tus ojos detrás de los míos. ¿Cómo puede ser? ¿Si no estás aquí, si no existes fuera del espejo, por qué no siento tu mano cuando rozo con la mía tu agudo continente? ¿Quién te ha metido ahí? ¿Qué encantamiento hizo posible tal cosa?
-¡Fui yo! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí! -quise decir, pero no pronuncié palabra alguna; por lo que no pude entender lo que a continuación sigue y que expresó Nil.
-¿Quién eres? -preguntó, como si una flecha sin rumbo hubiera salido de su boca y notase el aliento caliente de mi querencia en la base de su nuca.
Yo, como siempre, nada dije; es más, me puse tan nervioso que con el mismo sigilo que llegué me apresté a marcharme sin que aparentemente al menos ella hubiera notado que físicamente estuve allí, a su lado.
El cristal que rodaba entre sus dedos nada más le dijo.
Porque aquel vidrio encontrado en el terragal del patio del colegio lo que contenía, sin que ambos lo supiéramos, era la voz de mi conciencia aunada con la de su espíritu en busca de un amor que resultó imposible. Cuando ya me alejaba escuché:
-No me contestes si no quieres, pero aún veo tus pupilas tras las mías. -dijo, mirando implorante dentro del absurdo vidrio puntiagudo que nos contenía.
Los ríos de nuestras vidas, luego, se derramaron por espacios y lugares distintos y nunca más vi a Nil, aunque sus absurdas palabras para los más, han llegado a ser claras y nítidas para mí con el paso del tiempo.
Alguien, hace años, me habló de ella. Me contó que residía en Buenos Aires, en Argentina, y que vivía ensimismada sin atender a nadie como resultado de un amor perdido en la juventud. Al parecer, nunca más pronunció palabra alguna. Después de haber escuchado aquella voz del cristal -la que provenía de mi conciencia y de mis ganas de hablarle-, decidió, como un viento enjaulado, enclaustrarse en su mundo y no salir más de él. También añadió que se pasaba los días sentada en una silla, en cualquier rincón, a la espera de que ocurriera algo y que, de vez en cuando, rozaba con sus dedos un cristal engarzado en metal que colgaba de una cadena y que siempre llevaba al cuello como recuerdo de alguien o de algo.
Ahora que ya me queda poco para fenecer, sé que cuando eso ocurra, las cenizas de mi cuerpo mantendrán viva en sus rescoldos la llama de ese amor: mi único y su único amor.
Mientras espero a la muerte, escucho el sonido de sus calladas protestas como si fueran los estallidos de una leña mojada que fue apilada en el hogar de una chimenea, la mía, que no fue capaz de comprender la intensidad y la fuerza de una pasión escondida en una persona de tan gran sensibilidad como la de Nil.
No hemos sido capaces de alcanzar nuestros cuerpos pero sí de engarzarnos a través del espíritu y del recuerdo conformando lo que hemos sido, lo que somos, y tal vez lo único que seremos.
Por mi parte, desde aquel día en que dejé a Nil esperando una respuesta mientras miraba al cristal que nos contenía, también me recluí en un sosegado y plácido mutismo que no he vuelto a romper desde entonces.
(Inspirado en un poema de Nilda Martínez Ruiz)
Paco Huelva
Revisado en enero de 2015