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SU CARTERA - (y VI)


Un visitador médico ha ligado con una cartera preciosa y comienza la convivencia de la pareja. Una vida en común de trabajo, ocio y algún repunte de celotipia ante la irrupción del ordenador portátil. Va pasando el tiempo y la cartera, como todo ser vivo, envejece y enferma, por lo que el visitador tiene que ingresarla. Tras dejarla pasea por el mercado y reflexiona -meras chorradas- sobre el mundo de las ventas. Y cuando intenta recuperarla comienza un pequeño calvario.

El joven remendón puso cara de asombro cuando le vió entrar. El local, estrecho y alargado, gozaba de mejor luminosidad que el otro, quizá porque la plazuela en que estaba era ancha y los bloques de enfrente no estorbaban el paso de la luz. En un transistor sonaba música bakalao, pero con un volumen razonable. El zapatero estaba nervioso. Recordaba el maletín y la reparación que había que hacerle pero, tras buscar por el taller, hizo un gesto de impotencia:

- Quizá mi hermano sepa si se quedó en el otro local, pero casi nunca viene.

No se debían de llevar bien los hermanos según se desprendía del tono con que habló y quizá por ello había ido mal el negocio.

Pero él había perdido su cartera. No había justificante, salvo un papelito con un número sin membrete ni sello del taller, no podía reclamar ante ninguna instancia, era un maletín viejo y, técnicamente, carecía de valor. Pero era SU cartera, de color delicado y trenzado sutil. Y fornituras doradas.

Quedó en volver, a sabiendas de que no lo haría. Dio vueltas y vueltas por la ciudad, mientras rememoraba el tacto suave de la polipiel y la textura del trenzado, recordó la cremallera abierta mientras él hacía los rapports y su lealtad silenciosa cuando, en las visitas, él exponía los malabarismos urdidos por los PMs con aire convencido, le pareció sentir en los muslos el peso cálido que tantas veces había sentido en las salas de espera de ambulatorios y hospitales e, incluso, le pareció ver el brillo especial de su hebilla que sorprendió cuando comenzó a acompañarle el ordenador portátil a las reuniones de ciclo y a las habitaciones de hotel. Se estremeció al recordar el rasgado de la cremallera y la suavidad de los fuelles cuando los limpiaba, al principio con una bayeta húmeda y después con una "domestos".

Y así llegó a los barrios más alejados. Sin saber porqué recordó al joven Marcos de la pescadería que, quizá a estas horas, se estaría acostando para madrugar como madrugan las gentes de los mercados. Temblaba y padecía sudor frío. Y pensó que su cartera, pulquérrima de condición y de trato, ahora estaría en cualquier sitio llena de polvo. Le brotaron lágrimas que, lentamente, descendieron por el rostro ya rasposo. Casi sin notarlo, se dirigió al mirador sobre el acantilado. Como un presagio, sonó muy fuerte la misma música bakalao del taller en el coche de una pareja que holgaba frenéticamente a su ritmo.

La noche le sorprendió contemplando fascinado el romper fragoroso de las olas en las rocas.

Huelva, 10 de septiembre de 2001