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SOLEDADES - y 3

Francisco, ya en la residencia, va de excursión a una playa de moda con otros residentes. Les observa y sólo le cae bien doña Clarita, la única vieja atractiva y distinta de los demás, a la que también él le cae bien, tanto que se plantea advertirle de los riesgos que encierra la sopa de fideos que se come en la residencia.

Vuelven. Chasqueados al haber comprobado que una playa de moda, en noviembre, no favorece precisamente el esparcimiento ni la disipación; poca gente han visto y en su mayoría han sido otros viejos como ellos en continuo trasiego por los pasillos y salones del hotel. Esporádicamente, algún que otro albañil reparando goteras en las casas vacías. Y en cuanto a paisaje la playa gris festoneada por la espuma de unas muy aceradas aguas oceánicas, al otro lado apartamentos cerrados, chalets de contraventanas clavadas, restaurantes clausurados, calles y paseos solitarios ...

También se sienten cansados porque, se quiera o no, la residencia es ahora su casa y desean volver a su calor. Por otra parte tienen que contarle a los que no viajaron lo bien que lo han pasado. Apenas si oirán los relatos, pero forma parte del juego. También lo contarán, con toda clase de fantasías y contradicciones, a las limpiadoras, a Manolito el del bar y a cualquiera que se tercie. Pero en el autobús flota un aire macilento, en nada comparable al de la ida.

Francisco y doña Clarita, que ya pasearon juntos por la playa, han pegado la hebra, vecinos de asiento como son, y mientras que él le cuenta las excelencias de su huerto ella le responde con la admiración que sentía hacia los gorigoris del cura, su hermano, mas no sin calcular simultáneamente cómo se podría vivir del huerto.

- ... y los jamones, no es porque yo lo diga, que todo el que los ha probado está de acuerdo, no tienen nada que envidiarle a los de Jabugo.

- ... pero donde se lucía de verdad era en los funerales, tan solemne, cantando aquel requiem con su vozarrón ... ¡los familiares del muerto lloraban menos y los acompañantes se quedaban con la boca abierta!

"En realidad, con esta mujer tan limpia y tan bien planchada, no me importaría acostarme y siempre estaría mejor en mi casa que aquí...".

A todo esto el telediario no ha dejado de runrunear durante los últimos veinte minutos, pero ahora se ha hecho el silencio en el autobús: la pantalla muestra una boda de jubilados, celebrada en alguna residencia del norte. Risas y comentarios para todos los gustos se suceden con el correspondiente bullicio destemplado. Doña Clarita sonríe mientras, muy propiamente, compone su célebre carita de tonta.

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La vuelta a la normalidad para doña Clarita significa, entre otras cosas, relajarse con el ganchillo antes de meterse en la cama. En ello está mientras se imagina a sí misma en otra cama, desconocida, con Francisco. O más bien trata de imaginárselo pues la verdad es que no sabe qué tendría que hacer ni cómo comportarse ya que su inexperiencia es absoluta en ese terreno. Suspira y arrecia el ritmo del ganchillo, mientras adopta una generosa decisión: advertirá a Francisco sobre los peligros de la sopa de fideos.

Una vez más, ya acostado, y con el vivo recuerdo de la única felación que ha gozado en su vida durante un viaje a la capital hará unos treinta años, Francisco se masturba pausada, sabia, meticulosamente, con el fondo sonoro que proporcionan amortiguados ronquidos sólo contrapunteados por las toses de todos los noviembres.

En la residencia de ciento ochenta plazas, ciento ochenta soledades intentan dormir.

FIN