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SOLEDADES -2

Francisco, viudo hace tres años, espera en el consultorio del pueblo mientras piensa si se va a una residencia por el miedo que le da morir como don Sebastián, devorado por sus cochinos.

Entre las canas de doña Paca y la boina de Jerónimo, Francisco atisba parcialmente a un chino pegón que, profiriendo extraños gritos, sólo sabe dar patadas a saltos. Lo que no deja es de oir, ya que el vídeo del autobús suena con terrible fuerza.

Junto al conductor, Pilar mira de frente pensando en sus cosas que no deben de ser muy agradables pues para ser asistente social lleva una cara de pocos amigos que no le cuadra bien. Quizá el hecho de verse como guía de turismo para la tercera edad no entraba en sus cálculos; y menos aún la posibilidad de tener que hacer de enfermera.

A sus espaldas reina buen ambiente, si así se puede llamar a la algarabía que predomina sobre el ruido del motor: Emilio contando por enésima vez los mismos chistes verdes a grito pelado, Maruja escandalizándose y el habitual arrullo de una veintena de gargantas productivas acompañado por los gorgoritos cascados de otras tantas que intentan animarse con el "Asturias patria querida" sin consideración alguna para el resto de la compaña que, afortunadamente para ella, en una buena proporción es sorda o anda cerca de serlo.

Los ánimos están bulliciosos pues se dirigen a una playa de moda. Por alegrarse un tantico así las pajaritas, Francisco ha vuelto la cabeza hacia doña Clarita, la única vieja de la residencia a la que se puede mirar: pelo blanco como la cal de su pueblo, sonrosada la piel, una sonrisa por semblante y, para más gozo, no viste de negro: una delicada toquilla lila cubre sus hombros, de los que baja garbosamente una sencilla bata de minúscula cuadrícula blanca y rosa. Toda ella ofrece un cierto aspecto de pastel de crema bañado en mantequilla dulce. Francisco se ha preguntado alguna vez si Clara es un nombre o un apodo pensado por aquéllo del punto de nieve que decía su difunta.

Doña Clarita se vuelve un instante y sorprende la mirada fija del "nuevo". Ríen sus ojos en un centelleo y se siente complacida porque ese septuagenario mocetón, derecho como un ciprés, la está mirando con cara de gusto.

Ella lleva tiempo en la residencia y pese a su buen carácter ya está más que cansada de tanto viejo gargajoso -¡hasta en el comedor escupen!-, insolidario, quejumbroso, pendenciero, sentencioso ...

Alguna vez ha perdido el humor y lo ha tenido que sufrir ella sola, pues con las viejas es peor: no ha encontrado en cuatro años a ninguna con la que se pueda mantener una conversación que se pueda calificar de tal. Añora las veladas con su hermano cura que, hasta su muerte, fue mejor conversador que santo. Sobrevive en aquel ambiente gracias a sus labores, ganchillo y más ganchillo, y a su "carita de tonta" como ella la llama, que tan buen resultado le daba en las visitas pastorales que recibía su hermano. Porque sólo componiendo un gesto de exagerada afabilidad y sonriendo siempre evita que su anciano prójimo, al que no regatea su cristiano amor, la deje en paz.

"Éste parece otra cosa", se dice, "aunque cualquiera sabe lo que durará entero". Porque tiene una teoría, inédita, sobre la evolución de cuantos van llegando a la residencia: considera que el sofocante, agobiante, pegajoso olor a sopa de fideos que, con epicentro en la cocina, todo lo invade les afecta de algún modo haciendo que se comporten, cada vez más, como si en lugar de sesos tuvieran fideos cocidos en la cabeza. Desde que su convencimiento se hizo firme no ha vuelto a probar tal sopa ni, por extensión, la de pasta alguna.

"Si cuando hable con él me resulta agradable veré si le convenzo para que no la pruebe, el inocente".

Continuará.

archivado en:
MANUEL RUBIALES REQUEJO
MANUEL RUBIALES REQUEJO dice:
04/10/2009 18:41

... olor a sopa de fideos con epicentro en la cocina... je, je, je, es una genialidad