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SOLEDADES -1

Francisco el de la Peña llega al consultorio cuando dan las siete en el reloj del ayuntamiento: ni siquiera el casino está abierto, pero él sabe que para ser el primero en la consulta ha de llegar a esa hora. Y no es que tenga prisa, que salvo echar de comer a los guarros, regar el pequeño huerto y darse un garbeo por la plaza no tiene otra cosa que hacer que prepararse las migas, y eso no le lleva más de media hora.

Pero la impaciencia le consume: si tiene que ir al médico tiene que zafar pronto y no pasarse allí la mañana oyendo el comadreo de las marías y los gritos de los niños, ¡válgame Dios, san Herodes!, que cada día le resultan más molestos, ahora que se ha hecho al silencio del solitario, pues va para tres años que enviudó.

Francisco se tienta una vez más el bolsillo de la chaqueta y saca la cartilla del seguro por ver si no se ha olvidado de ningún cartón. Aquí están, el de las cápsulas para la artrosis, una después de la comida, el de las gotas de la circulación, treinta tres veces al día, que ahora la mediquita nueva le quiere cambiar a pastillas, y el de las tabletas de la tensión, porque resulta que el mareo del otro día y el dolor, persistente, de cabeza son cosa de la tensión alta, según le ha dicho la mediquita.

La verdad es que Francisco, con sus setentaipocos años a cuestas, es uno de los viejos menos gastados del pueblo ya que desde que acabó la guerra, que pasó con cierta comodidad y bien alimentado como de intendencia que fue, su trabajo ha sido el de dependiente en "casa Rufino". Antes sí había segado y trillado, e incluso algunos trabajos hizo en la mina hasta que las aguas que en ella bebiera casi le rompen la barriga.

Al jubilarse volvió sus afanes al huerto familiar, que nunca dejara del todo, comenzando lo que él llama su "explotación agroganadera en toda regla" que le permite incluso concederse algunos caprichos gastronómicos; y que sus hijos, cuando vienen de Barcelona, se puedan llevar algún jamón y una buena cantidad de tarros de tomate.

Pero ahora Francisco tiene miedo. Desde el mareo ése de la tensión, y no por ésta, no, que la muerte no se puede eludir y él no se hace demasiadas ilusiones sobre su longevidad.

Lo que pasa es que hay formas y formas de morir, de manera que al recobrarse del mareo y verse tendido en la cochiquera del huerto, con los guarros a su alrededor y olisqueándole la cara, no pudo dejar de recordar la muerte de don Sebastián que, como todos en la comarca saben, fue devorado en parte por sus propios cochinos cuando un toro le corneó en la finca y aquéllos acudieron a la sangre. El repelús que le da el recordarlo puede más que todas las razones que hijos y nueras le esgrimen para que se vaya a una residencia y sólo regrese al pueblo en verano, cuando ellos disfrutan de sus vacaciones...

"Pues esto se ha llenado de gente y yo sin darme cuenta".

Bueno, la verdad es que echar de menos, echar de menos, lo que se dice echar de menos del pueblo, si marcha a la residencia, serán nada más que el huerto y el videoclub del casino, que de vez en cuando arma el taco con una de esas películas de nenas haciendo guarrerías. Dicen que las mujeres del pueblo han pedido a la directiva que no las pasen más porque luego sus hombres las dejan como unos zorros.

"Ahí llegan los viajantes de farmacia, así que la médica está al caer".

Continuará