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Y VINIERON LAS FLORES

(vídeo de amor dedicado a Concha Caballero Díaz por Manuel Gualda Jiménez)

PERSECUCIÓN - y 4

(ENCUENTRO)

Va a producirse la reunión. Los técnicos, siluetas a contraluz del sol poniente, picos de arenosa cresta, se han alzado al detectar la proximidad de las máquinas. Puedo observar cómo contemplan la escena con rara impasibilidad, seres sin rostro, y siento que la soledad del joven piloto es ahora mayor que nunca. Imbuido de una falsa seguridad abandona toda precaución.

La última trepidación de todas sus estructuras impele violentamente a la máquina perseguidora que embiste con poder. La eyección del piloto asesino se produce al instante y el módulo describe la aérea parábola que los ingenieros calcularon.

El fragor, el estruendo del choque se ha acompañado de un ígneo resplandor que a todos nos ha deslumbrado. Como un muñeco el joven piloto rubio, muerto ya, sale despedido y, aspa de carne, viene a abrazar la duna, cayendo a mis pies.

Todos, sobrecogidos, permanecemos silentes como un estático círculo de sombras. Dejamos de mirar al cadáver sólo cuando oímos un sollozo a nuestras espaldas. Arrastrándose por las dunas se acerca el ejecutor. Despaciosamente le miramos mientras el rojo del ocaso se refleja en unas incongruentes lágrimas que bañan su rostro:

- ¿Qué he hecho, qué he hecho ...?

Una congoja infinita le quiebra la voz. La súplica es insistente, desesperada:

- No sé pedir perdón, ¡ayudadme!

Desfallece e insiste con ojos suplicantes que a todos nos miran, mientras se arrastra de rodillas, compungidas las negras cejas y revuelto el pelo negro:

- ¡Ayudadme!, yo no sé ...

Nadie habla. Rojizas estatuas de arena, esporádicos escalofríos, que en el desierto se va a poner el sol. Es lo que somos, lo que hacemos. Y delante, el cadáver, uñas clavadas en la arena y, como rompiendo la armonía geométrica del aspa, los rubios cabellos que enmarcan el yerto rostro.

- Yo no sé, ¡ayudadme!

Alguien ha puesto un libro en mis manos. Ahora sudo copiosamente y mi pecho es un redoble de caja destemplada. He abierto el libro y sin proponérmelo he comenzado a leer. En voz alta.

Apiádate de mí, oh Dios
según la grandeza de tu misericordia
y según tu mucha piedad
borra mi iniquidad ...


El lloroso baja la cabeza, los circunstantes atienden a mi lectura:

Lávame más y más de mi iniquidad
y límpiame de mi pecado
porque reconozco mi maldad
y ante mí está siempre mi falta.


Los sollozos han cesado y el llanto es ahora sereno, como el fluir de un caudaloso río. No hay espasmos en el asesino y sí lágrimas. Los mecánicos, coro mudo, bajan ahora las cabezas y parecen recogerse. Mi voz:

Aparta tu rostro de mis pecados
y borra todas mis iniquidades
... ... ...
no me arrojes de tu presencia
y no me retires tu Santo Espíritu ...


Mientras el sudor me empapa y de mi frente resbala, las tapas del libro se adhieren a mis manos como temiendo irse de mí. Oigo a mi alrededor respiraciones agitadas que puntean el son suave del viento que mueve las arenas:

Líbrame de la sangre inocente, oh Dios
y ensalzará mi lengua tu justicia ...


- ¡¡Nooooooooooooo...!! ¡¡No, no, no!! ¡¡Nooooooooooooo...!!

Hemos vuelto los rostros asombrados y vemos una terrible torsión que alza la faz del muerto. Todo el odio, todo el horror, toda la rabia están en él. Sus manos son garfios hincados en la arena y elevan con su fuerza el torso. Músculos, cuerdas, tendones, venas tensas y crispadas. La cara que odia, la garganta que grita, la mirada que fulmina. El último destello del rojo sol poniente convierte sus cabellos en llamas abrasadoras:

- ¡¡Nooooooooooooo...!! ¡¡No, no, no!! ¡¡Nooooooooooooo...!!

El cetrino llora. Ahora todo es oscuridad.

FINfossor-mayor-web3